Carmelo ha salido de la cárcel y lo primero que hace es ir al Belén. Se sienta a una mesa y recostado contra la pared mira cómo unos chicos juegan al billar. Doce años de prisión efectiva. Lo condenaron a cadena perpetua pero salió por buena conducta. Doce años.
Está flaco y demacrado. Bebe un whisky con soda y hielo, como si fuera un néctar del Paraíso. Sonríe y saluda de cabeza a los pocos que lo reconocen.
Se acerca uno y se sienta junto a él. Luego otro. Al ratito son varios los que lo rodean. En silencio, como cuando hablan los evangelistas y las mujeres y los niños miran al pastor.
Carmelo empieza a hablar de esa pequeña calavera de pie que tiene una azada en la mano derecha y cuya asistencia es siempre milagrosa, protectora.
Todos recuerdan esa tradición popular correntina de San La Muerte, pero ninguno asiente ni contradice; parecen subgerentes sumisos ante el patrón: simplemente lo miran —ceños fruncidos, comisuras caídas— y nadie lo interrumpe.
Un tipo, en Corrientes —sigue Carmelo— un día se fabrica con todo esmero y a punta de cuchillo un santito de hueso humano, muy pequeño, milimétrico. De hueso humano debe ser, dice, porque así el santito es más efectivo. Infalible. Luego el hombre se lo mete bajo la piel, aquí —y señala su propio bícep—, y adopta la costumbre de hablar frotándose el brazo izquierdo, cabulero, convocatorio de su suerte. A quien se lo pregunta le responde que lo hace, como manda la tradición, “para que las balas no le entren a mi persona”.
Carmelo hace silencio y sorbe del vaso. Paladea. Come un pedazo de salamín con queso. Un pedacito de pan. En el Belén no vuela ni una mosca. Ni que fuera domingo y pasaran un partido de For Ever por la tele.
Hasta que un día —vuelve a hablar Carmelo— este hombre advierte
que su mujer también se frota el brazo cuando habla. Y es que también se
ha injertado un minúsculo San La Muerte bajo la piel.
Esa noche, al acostarse, el hombre le pregunta por qué, y ella responde:
—Para que la debilidad del amor no le venza a mi persona.
Carmelo dice que él escuchó esa conversación entre sus padres. Asiente con la cabeza, como respondiendo preguntas de un diálogo interior imaginario.
Todos lo miran. Ya conocen el final de la historia, si es que tuvo
final.
Carmelo vuelve a asentir con la vista perdida en la vidriera sucia e infestada de cagaditas de moscas, tras la que pasa un carro desvencijado, ruidoso.
—Pero la debilidad le venció a mi madre —dice, como para sí—, y a mi padre sí le entraron las balas.
Luego se levanta, agarra un taco de la pared y se dirige a una mesa en la que nadie juega. Antes de intentar la primera carambola se arremanga la camisa. Todos ven que Carmelo no tiene santito en los brazos.
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