martes, 10 de julio de 2012

¿POR QUÉ NO PUEDEN DECIRTE EL PORQUÉ?, JAMES PURDY



Paul no supo casi nada de su padre hasta que encontró la caja de fotografías en el desván. Desde aquel momento se dedicó a mirarlas de día y de noche, y cada vez que Ethel, su madre, ha­blaba por teléfono con Edith Gainesworm. Asombrado, con­templaba a su padre en las diferentes fases de su vida: prime­ro, como un niño de su edad, luego como un joven, finalmen­te, antes de morir, vestido con el uniforme del Ejército.
Ethel siempre se había referido a él como tu padre, y ahora las fotografías lo mostraban bajo un aspecto muy dis­tinto del que se había imaginado.
Ethel nunca habló con Paul acerca de por qué había ve­nido enfermo de la escuela, y al principio fingió no saber que había encontrado las fotografías. Pero le decía a Edith Gainesworth por teléfono todo lo que ella pensaba y sentía por él; y Paul escuchaba todas las conversaciones desde su escondite en la escalera de servicio, donde se sentaba para mirar las fotografías, que había trasladado de la vieja caja de zapatos donde las encontró a dos grandes y limpias cajas de bombones.
—Seguro que no conoces a un muchacho enfermo como él, que le dé por las fotografías —dijo Ethel a Edith Gaines­worm—. En vez de juguetes o pelotas, viejas fotografías. Y eso que apenas si le he contado nada acerca de su padre.
Edith Gainesworm, que estudiaba psicología en un cen­tro superior en la parte baja de la ciudad, a menudo daba consejos a Ethel con relación a Paul; pero aquella noche no dijo nada acerca de las fotografías.
—Todas las madres deberían tener una pensión —prosi­guió Ethel—¿No es terrible tener que estar todo el día de pie, atendiendo al público, y luego tener que cuidar por la noche a un niño enfermo? Mis noches son aún peores que mis días.
Estas conversaciones telefónicas siempre excitaban a Paul, porque eran las únicas ocasiones en que oía hablar de sí mismo y de las fotografías. Cuando sonaba el timbre del teléfono solía correr a la escalera de servicio y empezaba a mirar las fotografías, y luego, a medida de que la conversación se desarrollaba, con frecuencia iba corriendo al cuarto de en­frente, donde Ethel estaba hablando, a veces llevando consi­go una de las fotografías e imitando con la boca el ruido de un pájaro o un avión.
Dos meses habían transcurrido de este modo, sin que el niño fuera a la escuela, como si toda la vida se le pasara es­cuchando las charlas telefónicas de Ethel con Edith Gaines­worm y mirando las fotos de las cajas de bombones.
Una vez, a medianoche, Ethel echó de menos al niño. Se levantó de la cama sintiendo como una opresión en la ca­beza y el cuello; se dirigió a la cama de Paul y advirtió que no estaba la manta india. Llamó al niño y fue hasta la ven­tana, y miró hacia afuera. Sin cesar de llamarlo, se dirigió a ­la escalera.
—¡Dios mío! ¡Siempre me haz de causar alguna preocu­pación! —dijo—. ¿Dónde estás, Paul? —repitió con voz somno­lienta. Bajó hasta la cocina, aunque no creía posible que es­tuviera allí, porque el chico nunca comía nada.
Luego se dijo: "Naturalmente", al recordar cuántas veces iba a la escalera de servicio con aquellas fotografías.
—¿Qué estás haciendo aquí, Paul? —le preguntó, y su voz tenía un tono dulce pero amenazador que despertó al chico, que se había quedado dormido encima de las cajas y las fo­tografías, como protegiéndolas, con la manta echada sobre la espalda y los hombros.
Paul se aferró a las cajas casi con vehemencia cuando vio a aquella mujer pálida y fea que se arrebujaba en su bata de hombre y lo estaba mirando. Hubo un ligero olor a cisterna destapada cuando ella terminó de ponerse la bata.
—Pues aquí, Ethel —contestó el niño al cabo de un rato.
—¿Qué quieres decir con eso de "pues aquí", Paul? —pre­guntó ella acercándose.
Lo tomó por el pelo y le dio unos suaves tirones, esa era la forma en que solía acariciar al niño. Estos leves tirones hicieron que temblase con cortas y sucesivas sacudidas bajo la mano de Ethel, hasta que al fin lo soltó.
Paul observó cómo su madre se quedaba contemplando las cajas de fotografías que él custodiaba.
—¿Duermes aquí para estar cerca de ellas? —le preguntó.
—No lo sé, Ethel —respondió Paul, emitiendo soplidos como si quisiera hacer desaparecer algo que tenía delante.
—No lo sabes, Paul —dijo ella con su voz dulzona y desa­gradable, acercándose más al niño, con ese olor rancio de su bata.           
—¡No, eso no! —exclamó Paul.
—¿Eso no, qué? —dijo Ethel, agarrándolo por las solapas del pijama.
—¡No me hagas nada, Ethel! ¡Me duelen los ojos!
—Te duelen los ojos —dijo ella con tono de incredulidad.
—También me duele el estómago.
Inclinándose de pronto, Ethel recogió del suelo las dos cajas con fotografías y las retuvo entre sus brazos, enfunda­dos en las amplias mangas de la bata.
—¡Ethel! —gritó el niño con la voz más fuerte y clara que ella le hubiese escuchado—. ¡Ethel! ¡Esas son mis cajas de bombones!
Ethel lo miró como si fuera la primera vez que lo veía, advirtiendo con sorpresa que estaba muy delgado y huesudo y que tenía un lunar muy feo en su demacrada garganta. No podía comprender que ese fuera su hijo.
—Son estas cajas de fotografías las que te ponen enfermo.
—¡No, no, mamá Ethel! —gritó Paul.
—¿No te acuerdas de que te dije que no me llamaras ma­má? —dijo la mujer avanzando hacia él y poniéndole la ma­no en la frente.
—Te he llamado mamá Ethel, no mamá —respondió el niño.
—Supongo que creerás que tengo mil años de edad —re­puso Ethel, levantando la mano como si no supiera qué ha­cer con ella.
—Creo que ya sé qué hacer con esto —prosiguió, con cal­ma fingida.
—¡No, Ethel! —dijo Paul— ¡Devuélvemelas! ¡Son mis cajas!
—Dime por qué has venido a dormir aquí, sabiendo que en este sitio te podrías empeorar. Quiero que me lo digas.
—¡No puedo, Ethel! ¡No puedo! —respondió Paul.
—Entonces voy a quemar las fotografías —contestó Ethell.
El niño se arrojó a los pies de ella y le abrazó las piernas.
—iEthel! ¡Por favor! ¡No te las lleves! ¡Por favor, Ethel!
—¡No me toques! —dijo la mujer.
Sus nervios estaban alterados, creía que si el ni­ño volvía a tocarla, se sobresaltaría como si un ratón se hu­biera metido debajo de sus ropas.
—Ponte de pie y cuéntame como un hombrecito, por qué estás aquí —dijo ella; pero mantuvo los ojos medio ce­rrados y la vista apartada del niño.
Él movió los labios como para hablar, pero en realidad no comprendió lo que ella quería decir con la palabra hom­brecito. Esta palabra le molestaba cada vez que la oía.
—¿Qué estás haciendo con las fotografías todo el tiempo, durante el día cuando estoy fuera de casa, y ahora, por la no­che? Nunca había oído hablar de una cosa así.
Entonces se apartó de él, de modo que las manos del ni­ño soltaron las piernas de ella, que había tenido abrazadas; pero permaneció unos instantes cerca de las manos de Paul, como si no supiera qué tenía que hacer a continuación.
—Sólo las miro, Ethel —dijo al fin el niño.
—No digas mentiras —dijo ella, mirándolo a la cara y luego:
—¡Quiero la verdad! —gritó.
Paul se echó a llorar y gimió, pensando qué podía que­rer su madre que le dijera; ahora había empezado a perder la noción de todo, y ni siquiera comprendía qué se esperaba de él. Era insoportable.
—¿Me oyes, Paul? —dijo ella entre dientes, muy cerca de él ahora, y mirándolo con tanta furia que Paul tuvo que ce­rrar los ojos—. ¿Sabes lo que voy a hacer si no me contestas?
—¿Me castigarás? —preguntó Paul con un hilito de voz.
—No, esta vez no voy a castigarte —dijo Ethel.
—¡No vas a castigarme! —exclamó el niño, y un nuevo te­mor y una nueva sorpresa asomaban ahora en sus ojos can­sados. Luego, mirándola fijamente a los ojos se echó a llorar con terror; porque le pareció que en todo el mundo sólo existían ellos dos, él y Ethel.
—Recuerdas adónde enviaron a tía Grace ¿verdad? —dijo Ethel con una voz terrible.
Él lloró con más furia, salpicando con saliva la pared. Se quedó mirando el final de la escalera como buscando un lu­gar a dónde escapar.
—Recuerdas adónde la enviaron, ¿no? —insistió Ethel con voz tranquila y paciente, como la de una mujer que ha reci­bido un trato irrespetuoso de parte de un hijo al que, a pesar de todo, aún sigue queriendo.
—¡Sí, sí, Ethel! —gritó Paul histéricamente.
—Dile a Ethel adónde enviaron a tía Grace —dijo ella en el mismo tono paciente y cariñoso.
—Yo no sabía que también enviaban niños allá —dijo Paul.
—Tú ahora eres algo más que un niño —respondió Et­hel—, ya tienes edad suficiente para que... Y si no le dices a Ethel por qué estás mirando todo el tiempo las fotografías, tendremos que enviarte al manicomio, con las rejas.
—No sé por qué las miro, querida Ethel —dijo ahora el ni­ño con voz débil, pero con extrema tensión, y se puso a aca­riciar el forro de piel de las zapatillas de ella.
—Creo que sí lo sabes, Paul —dijo ella con voz tranquila; pero el niño pudo percibir cómo iba desapareciendo su to­no amable y paciente, y levantó a medias las manos como para protegerse de algo que aquella mujer pudiera hacerle.
—Pero no sé por qué las miro —repitió, gimoteando y de pronto volvió a abrazarle las piernas.
Ethel dio un paso atrás, pero conservando aún su sonri­sa paciente y comprensiva, de perdón.
—Muy bien —Paul.
Cada vez que decía "Muy bien, Paul", era para dar a en­tender con ello que daba por terminada una discusión.
—¿Adónde vamos? —gritó Paul, mientras ella lo llevaba hacia la cocina.
—Al sótano, por supuesto —respondió Ethel.
Nunca antes habían ido juntos al sótano, y el terror de lo que podía sucederle allá le dio una especie de apacigua­miento que le permitió bajar con paso firme los irregulares peldaños.
—Lleva tú las cajas con las fotografías, Paul —le dijo ella—, ya que te gustan tanto.
—¡No, no! —gritó Paul.
—¡Llévalas! —ordenó ella, dándole las cajas.
Él las sujetó contra su cuerpo, y cuando llegaron al só­tano, la mujer abrió la puerta del horno y, apretándose el cinturón de la bata, le dijo fríamente, su cara blanca ilumi­nada por las llamas:
—Tira las fotografías ahí dentro, Paul.
Él se la quedó mirando, como si ahora resultaran ciertas todas las pesadillas, como si al fin el terror completo y defi­nitivo de lo que puede sucederle a uno en la vida se hubiera desplegado ante su vista.
—¡Son de papá! —exclamó con una voz que ninguno de los dos reconoció.
—Tú lo has querido —dijo ella fríamente—. Prefieres un hombre muerto a tu propia madre. O echas las fotografías al fuego, puesto que son ellas las que te ponen enfermo, o ten­drás que ir al lugar al que enviaron a tía Grace.
Él ahora empezó a correr por el cuarto como un pajari­to que se ha escapado de la tienda en donde lo vendían y ha ido a parar en medio de la confusión de una calle de la ciu­dad, y con la boca emitía extraños sonidos que Ethel, no po­día creer que salieran de sus pulmones.
—No creas que voy a tener paciencia para tus payasadas —gritó; pero sus palabras se perdieron como si lo hiciera en un cuarto vacío.
Mientras corría alrededor del pequeño cuarto, con las ca­jas de fotografías apretadas contra su pecho, algunas de las fotos cayeron al suelo. Él se detuvo para recogerlas, mientras seguía apretando convulsivamente las cajas y emitía peque­ños gritos de impotencia y dolor agudo.
Ethel lo miraba sin dar crédito a sus ojos. Ahora no só­lo no le parecía hijo suyo, sino que ni siquiera parecía ya un niño; al contrario, con su pijama roto y sin zurcir, parecía un animal lisiado y moribundo que corriera desesperadamente tratando de huir de su propio dolor.
—¡Dame esas fotografías! —gritó ella. Le arrebató algunas que él tenía en las manos, y las arrojó rápidamente al fuego.
Después se dio vuelta y fue a tomar las cajas que él sos­tenía.
Pero la escena que vio hizo que se detuviera. Él se había encogido, agachado en el suelo, y apretando las cajas contra su estómago, emitió una especie de silbido hacia la mujer, de modo que ella no tuvo la posibilidad de acercarse ni de lle­várselo de allí, mientras de la boca del niño salía una sustan­cia espesa, fibrosa y de color negruzco, como si estuviera vo­mitando su corazón cargado de amargura.

sábado, 19 de mayo de 2012

Jorge Leonidas Escudero: ATISBOS


   "Atisbos" es el nuevo libro de poesía de Jorge Leonidas Escudero. Fue presentado el 18 de mayo en el Aula Magna de la Facultad de Filosofía Humanidades y Artes de San Juan.


Ante la inmensidad

Fue alguna de esas noches en que miraba cielo
en lejanías sobre campo oscuro y vi
cruzárseme un relámpago lejano. Fue tal
como ver chispear una idea
en el umbral de otro mundo.

Es como si en el fondo del desierto hubiera
querido hacerse luz una verdad pero
pasó fugaz y quedé a oscuras.

Parece que la inmensidad
quiere decirme un secreto y al ver
que todavía falta mucho en mí
queda muda.


Tal cual

 Me veo en esa foto jovencito
en campo de San Juan, estoy sentao
en un carro sin ruedas. Parece
que me siento feliz.

Me cuelga de la boca provocativamente
un cigarrillo que dice mírenlo a este,
se hace el triunfador y veremos después
qué va a pasar con él.

Joven amigo,
me da alegría verte y que hayas venido
a visitarme. Ya sé,
quisieras saber qué hago hoy, y sí,
anduve tras el rastro de algo maravilloso
pero igual que vos
me quedé sentao en un carro sin ruedas.


Polinización

Es que miré a una flor de mi huerto,
muy bonita,
y ella también se quedó mirándome
como a decirme
que necesitaba algo de mí.
Sí, como pidiéndome que libara en ella.
¿Me confundiría con una abeja? Y claro,
yo no podía
ser vehículo de polinización
para quesa flor llegara a ser fruto.

De modo que al no poder satisfacerla
desvié la vista de tal hermosura
y me fui algo triste
porque claro,
para satisfacer a tal belleza
no me alcanza, soy menos que un insecto.


                            Jorge Leonidas Escudero, de su libro “Atisbos”, 2012.





Juicios Críticos sobre Jorge Leonidas Escudero



“La síntesis surge espontánea, viene de una auténtica necesidad y nos descubre la realidad telúrica en facetas inéditas (...) Su profunda regionalidad, raíz en la roca, universaliza su terruño y lo lleva al concierto de lo descubierto, lo hace adquirir vivencia y permanencia con la magia de la palabra”
                                     Rufino Martínez, escritor sanjuanino, en Prólogo a “La raíz en la roca”, 1970.


“Mi hermano Jorge Leonidas siempre pensó que le faltaba algo esencial y corría a buscarlo. Quería comunicarse con los pájaros. Quería encontrar montones de oro. Aún hoy apuesta todo a una carta y se queda confuso cuando pierde. Esto también le ocurre muchas veces cuando ama. Quiere afirmarse y le da por escribir versos. Busca un absoluto, la felicidad. En algunos poemas aparecen matices de humor y en otros chispazos de ironía (...) Para él no hay límites entre palabras aceptadas o no por las academias, las toma en definitiva como medios para liberar tensiones y llega, en la expresión de sentimientos que rebasan límites, a cierto balbuceo e incluso aspira al ademán. Esto porque el poeta trata de interpretar intuiciones, algo sin nombre, y se duele del bagaje con que cuenta.”
         María Margarita Escudero, hermana del poeta, docente de Letras, en Prólogo a  “Jugado”, 1992.


“He aquí un estilo consumado. Todo poeta verdadero es un estilo, por ello, inimitable. (...) Jorge Leonidas Escudero rescata el habla típica sanjuanina, privilegiando lo sonoro, tal como se oye, sin caer en clisés gauchescos; y, desde la sonoridad de las palabras tal como las dice y piensa emotivamente, llega a establecer un habla propia, individual, que funciona como código universal (...) El toque irónico, la sutileza, el fino sentido del humor domina, en primer plano, la gigantesca mueca que dibuja el trágico batallar de lo viviente entrampado en el juego circular a que empuja el deseo, camino inevitable hacia el dolor y la frustración (...) La enseñanza vital de este ‘Lama de Los Andes’ consiste en dejar entrar el ‘vientecillo irónico’ de la realidad para probar la risa jocosa (comprensiva) del que sabe. Se trata de una risa fruto de lo serio. Es una risa seria la del Buda”
                    María Reyna Domínguez, poeta sanjuanina,  en Prólogo a “Caballazo a la sombra”, 1998.


“Puede definirse el estilo de Escudero como tendencia rapsódica identificada como oralidad, en tanto principio axial de la poética del autor. La oralidad se conjuga con la escritura, en procedimiento retórico destinado a rescatar la tradición oral como cultura, recuperando la identidad de la comarca cuyana como parte de lo andino. Además, adopta la forma de un encuentro dialógico imitando la comunicación cara a cara, y asume la clase de mentalidad que caracteriza a sociedades que se basan en la comunicación oral. Sin embargo, es precisamente la escritura la que posibilita la ilusión de realidad que emula el gesto, el ademán y el dinamismo fluyente de la vida inacabada. Como una conversación.”

            Beatriz Mosert, docente e investigadora de la Universidad Nacional de San Juan, en su Tesis de Doctorado:“Las Fronteras de la Literatura Argentina en la Región de Cuyo – El habla poética de Jorge Leonidas Escudero”, 2005


“Jorge Leonidas Escudero nos presenta siempre la imagen del que busca. Ya sean recuerdos, detalles de la sensación, circunstancias naturales, voces o cualquier otro ademán de la vida, es constante su referencia a lo posible, y hasta lo apartado y lo oculto. Sus poemas, por tanto, semejan mapas; y su obra puede percibirse como una cartografía de lo que se pudiera alcanzar o, vista ya como cosa escrita, una bitácora del indescifrable transcurrir humano (...) Si pensáramos en tres palabras que condensaran la obra vasta de este poeta, yo anotaría las siguientes: magia, imaginación, trascendencia”

         Benjamín Valdivia, prologuista y seleccionador en “Le dije y me dijo – Antología poética de Jorge Leonidas Escudero”, publicado por Azafrán y Cinabrio Ediciones, México, 2006.


“En la voz y en la escritura de Jorge Leonidas Escudero se parió una nueva poesía, en constante búsqueda vital, montaraz, indómita, que desafía el estatus de la escritura poética. No se alinea (no se aliena) con escuelas, modas, cánones, especulaciones de figuración, que son rejas a la esencia libertaria de la poesía.
Así ha sendereado Escudero sus búsquedas por la montaña, detrás del ansiado tesoro que nunca apareció - habiendo estado tan cerca -, sus búsquedas por el juego, apostando azarosamente entre números y esperando que un crupier cante finalmente la cifra que será la llave de la fortuna, que nunca apareció - habiendo estado tan cerca - ; sus búsquedas por el amor y esa mujer puesta en horizonte lejano, una mujer y todas a la vez, detrás de tan idealizado amor que nunca llegó - habiendo estado tan cerca - ... Y esta búsqueda inclaudicable  tras la palabra única, en pos de poder decir lo justo y necesario a través del generoso pero nunca suficiente universo discursivo de la Poesía, persiguiendo el poema final, el que diga Todo lo deseado en pocas líneas, el que se parezca mejor a la piedra filosofal, al número perfecto, al amor total, a todo el oro buscado a lomo de mula y golpe de pico en las vetas prometedoras de la montaña”

                  Ricardo Luis Trombino, poeta sanjuanino, docente e investigador de la Universidad Nacional de San Juan, en su Tesis de Maestría: “Jorge Leonidas Escudero: una poética de las búsquedas – La regionalidad como base identitaria de la universalidad”, 2007.



viernes, 20 de abril de 2012

TODO ES VERDE- David Foster Wallace


Ella dice “me da igual que me creas o no, es la verdad, puedes creer lo que quieras”. Por tanto, está claro que está mintiendo. Cuando dice la verdad se vuelve loca intentando que la creas. Por tanto creo que la he pillado.
            Enciende un cigarrillo y aparta su mirada de mí, tiene un aspecto perverso con el cigarrillo encendido y mirando por la ventana mojada, y no sé muy bien qué decir.
            Le digo “Mayfly, no sé muy bien qué hacer ni qué decir y ya no me creo nada de ti”. Pero hay cosas que sí sé. Sé que soy mayor y tú no. Y te doy todo lo que tengo que darte, con las manos y con el corazón. Todo lo que tengo dentro te lo he dado. He estado aguantando y trabajando duro todos los días. Te he convertido en la razón por la cual hago todo lo que hago. He intentado construir una casa para dártela, para que vivas en ella, y he intentado que sea un sitio agradable.
            Enciendo otro cigarrillo y tiro la cerilla en el fregadero junto con otras cerillas, platos sucios, una esponja, y cosas de esas.
            Le digo “Mayfly, mi corazón la ha pasado mal por ti, pero ya tengo cuarenta y ocho años”. Ya es hora de que no me deje arrastrar por las cosas. Tengo que tomarme una parte del tiempo que me queda para intentar sentirme bien conmigo mismo. Tengo que intentar sentirme como debería. Dentro de mí tengo necesidades que tú ya ni siquiera puedes ver, porque tú tienes demasiadas necesidades que te las tapan.
            Ella no dice nada y yo miro por su ventana y noto que ella sabe que yo sé la verdad, y cambia de postura en mi sofá de jardín. Lleva unos pantalones cortos y se sienta encima de las piernas.
            Le digo “no importa en realidad lo que he visto o lo que he creído ver”. Esa ya no es la cuestión. Sé que soy mayor y tú no. Pero ahora me siento como si yo te lo diera todo y tú ya no me dieras nada.
            Tiene el pelo recogido con un pasador y varias horquillas y la barbilla apoyada en la mano, es muy temprano, parece que ella está fantaseando con salir afuera, a la luz brillante que hay al otro lado de la ventana mojada, junto a mi sofá de jardín.
            “Todo es verde” dice ella. Mira que verde es todo Mitch. Como puedes decir que sientes todo eso cuando fuera todo es tan verde.
            La ventana que hay junto a mi cocina se ha limpiado gracias a las lluvias torrenciales de anoche y muestra una mañana soleada, todavía es temprano y fuera todo está muy verde. Los árboles son verdes y la hierba más allá de los badenes es verde y está empapada. Pero no todo es verde. Las demás caravanas no son verdes, y mi mesa de camping que está ahí fuera toda llena de agua y de latas de cerveza y de colillas flotando en los ceniceros no es verde, ni tampoco mi camioneta, ni la gravilla del aparcamiento, ni ese juguete de ruedas enormes tirado de lado bajo una cuerda de tender vacía de ropa junto a la caravana de al lado, en donde vive un tipo con unos niños.
            Todo es verde dice ella. Lo dice con un susurro y yo sé que ese susurro ya no es para mí.
            Tiro mi cigarrillo y le doy la espalda a la mañana con el regusto en la boca de algo que es del todo cierto. Me giro y la miro sentada bajo la luz en mi sofá de jardín.
            Ella está mirando fuera, sentada en el sofá, y yo la miro a ella, y hay algo en mi que no consigue cicatrizar cuando la miro. Mayfly tiene un cuerpo hermoso. Y ella es mi mañana. Digo su nombre.
(de La niña del pelo raro)

lunes, 20 de febrero de 2012

JOSE PEPE CAMPUS- 2 poemas inéditos


Los siguientes poemas son textos inéditos del poeta sanjuanino José Pepe Campus. Fueron encontrados por Pablo Ramos y publicados en su blog "La arquitectura de la mentira". Él es el encargado de reunir su poesía completa.



Poema I

y mi tiempo

juntos

en mis manos

una realidad

después

un sueño

sin horarios





Poema II

tal vez

eran los dos

apenas una sombra

desde el principio

los ángeles

temprano los dejaron

caminar hacia el fin de la esperanza

soledad anidó en sus manos

poco a poco en la distancia

ni mínima luz

innecesaria guía en el camino

todo gris de siempre

se volvió negro

sólo una voz desde el desierto

llamó

para darles la única realidad de la

existencia

lunes, 16 de enero de 2012

FIN DE CURSO- Mariana Enríquez



Nunca le habíamos prestado demasiado atención porque era una de esas chicas que hablan poco, que no parecen demasiado inteligentes ni demasiado tontas, y que tienen ese tipo de caras olvidables, esas caras que, aunque una las vea todos los días en el mismo lugar, es posible que no las reconozca en un ámbito distinto y, mucho menos, pueda ponerles un nombre. Lo único que la diferenciaba era que se vestía mal, feo, pero no solamente eso: la ropa que usaba parecía elegida para ocultar su cuerpo. Dos o tres talles más grande, camisas cerradas hasta el último botón, pantalones que no dejaban adivinar sus formas. Sólo la ropa hacía que nos fijáramos en ella, apenas para comentar su mal gusto o dictaminar que se vestía como una vieja. Se llamaba Marcela. Podía haberse llamado Mónica, Laura, María José, Patricia, cualquiera de esos nombres olvidables, intercambiables, que suelen tener las chicas en las que nadie se fija. Era mala alumna, pero rara vez recibía la desaprobación de los profesores. Faltaba mucho, pero nadie comentaba su ausencia. No sabíamos si tenía plata, de qué trabajaban los padres, en qué barrio vivía.
No nos importaba.
Hasta que, en la clase de Historia, alguien dio un pequeño grito asqueado ¿Fue Guada? Parecía la voz de Guada, que además se sentaba cerca. Mientras la profesora explicaba la batalla de Caseros, Marcela se arrancó las uñas de la mano izquierda. Con los dientes. Como si fueran uñas postizas. Los dedos sangraban pero ella no demostraba ningún dolor. Algunas chicas vomitaron. La de Historia llamó a la preceptora, que se llevó a Marcela; faltó durante una semana, y nadie nos explicó nada. Cuando Marcela volvió, había pasado de chica ignorada a chica famosa. Algunas le tenían miedo, otras querían hacerse amigas. Lo que había hecho era lo más extraño que nosotras hubiéramos visto. Algunos padres querían llamar a una reunión, para tratar el caso, porque no estaban seguros de que fuera recomendable que nosotras siguiéramos en contacto con una chica “desequilibrada”. Pero lo arreglaron de alguna manera. Faltaba poco para que se terminara el año: para que termináramos la secundaria. Los padres de Marcela aseguraron que ella estaría bien, que ya tomaba medicación, que estaba contenida. Los otros padres les creyeron. Los míos apenas prestaron atención: lo único que les importaba eran mis notas, y yo seguía siendo la mejor alumna, como cada año.
Marcela estuvo bien durante un tiempo. Volvió con los dedos vendados, al principio con gasa blanca, después con curitas. No parecía recordar el episodio de las uñas arrancadas. No se hizo amiga de las chicas que se le acercaron. En el baño, las pocas que querían ser amigas de Marcela nos contaban que no se podía, que ella no hablaba, que las escuchaba pero nunca respondía, y se las quedaba mirando tan fijo que, al final, también les dio miedo.
Fue en el baño, justamente, donde todo empezó de verdad. Marcela estaba mirándose fijamente al espejo, en la única parte donde realmente podía hacerlo, porque el resto estaba descascarado, sucio, o tenía declaraciones de amor imbéciles, o insultos de alguna pelea entre dos chicas rabiosas escritas con fibra o lápiz labial. Yo estaba con mi amiga Agustina: tratábamos de resolver una discusión que habíamos tenido más temprano. Parecía una discusión importante. Hasta que Marcela sacó de algún lado (el bolsillo, probablemente), una gillete. Con rapidez exacta se cortó un prolijo tajo en la mejilla. La sangre tardó en brotar, pero cuando lo hizo fue casi a chorros, y le empapó el cuello y la camisa abotonada, como de monja, o de prolijo varón.
Ninguna de las dos hizo nada. Marcela se seguía mirando al espejo, estudiando la herida, sin un gesto de dolor. Eso fue lo que más me impresionó: no le había dolido, estaba claro, ni siquiera había fruncido el ceño, o cerrado los ojos. Recién reaccionamos cuando una chica que estaba haciendo pis abrió la puerta y dio un pequeño grito y trató de detener la sangre con un pañuelo. Mi amiga parecía a punto de llorar. Yo miraba y me temblaban las rodillas: la sonrisa de Marcela, que seguía mirándose mientras se apretaba la cara con el pañuelo, era hermosa. Su cara era hermosa. Le ofrecí a Marcela acompañarla hasta su casa, o hasta una salita para que la cosieran o algo. Ella pareció reaccionar y dijo que no con la cabeza, que se tomaba un taxi. Le preguntamos si tenía plata. Dijo que sí y volvió a sonreír. Una sonrisa que podía enamorar a cualquiera. Durante una semana faltó otra vez. La escuela entera sabía del incidente: no se hablaba de otra cosa. Cuando volvió, todos trataban de no mirar la venda que le cubría mitad de la cara, y nadie lo conseguía.
Ahora yo trataba de sentarme cerca de ella en las clases. Lo único que quería era que me hablara, que me explicara. Quería visitarla en su casa. Quería saber todo. Alguien me había dicho que se hablaba de internarla. Me imaginaba el hospital con una fuente en el patio, no me imaginaba un instituto para enfermos mentales sórdido y sucio y triste, me imaginaba una hermosa clínica llena de mujeres con la mirada perdida. Sentada a su lado vi, como todos los demás pero de cerca, lo que le estaba pasando. Todas lo veíamos, asustadas, maravilladas. Empezó con sus temblores, que no eran tanto temblores como sobresaltos. Sacudía las manos en el aire como si espantara algo invisible, o como si intentara que algo no la golpeara. Más adelante empezó a taparse los ojos mientras decía que no con la cabeza. Los profesores lo veían pero trataban de ignorarlo. Nosotras también. Era fascinante. Ella se derrumbaba en público sin pudores y a nosotras nos daba vergüenza.
Empezó a arrancarse el pelo poco después, el de la parte de delante de la cabeza. Se iban formando mechones enteros, de a poco, sobre su banco, montoncitos de pelo lacio y rubio. A la semana empezó a adivinarse el cuero cabelludo, rosado y brillante.
Yo estaba sentada a su lado el día que salió corriendo de una clase. Todos la miraron irse pero yo por algún motivo la seguí. Al rato noté que detrás mío venía mi amiga Agustina y la que la había auxiliado en el baño la otra vez, que a esta altura sabíamos que se llamaba Tere, y era del otro quinto. A lo mejor nos sentíamos responsables. Creo que en realidad queríamos ver qué iba a hacer, cómo iba a terminar todo esto.
La encontramos en el baño otra vez, que estaba vacío. Gritaba y lloraba como en un berrinche infantil. La venda se le había caído y pudimos ver los puntos de la herida. Señalaba uno de los inodoros y gritaba “andate dejame andate basta”. Había algo en el ambiente, demasiada luz y el aire apestaba más de lo habitual a sangre, pis y desinfectante. Yo le hablé.
–¿Qué pasa, Marcela?
–¿No lo ves?
–¿A quién?
–A él. ¡A él! ¡Ahí en el inodoro, no lo ves!
Me miraba ansiosa y asustada, pero no desorientada: estaba viendo algo. Pero no había nada sobre el inodoro, salvo la tapa destartalada y la cadena, que estaba demasiado quieta, anormalmente quieta.
–No no veo nada, no hay nada –le dije.
Desconcertada por un momento, me agarró del brazo. Nunca antes me había tocado. Miré su mano: todavía no le habían crecido las uñas, o a lo mejor se comía lo poco que crecía. Se veían sólo las cutículas, ensangrentadas.
–¿No? ¿No? –y mirando el inodoro otra vez–, sí que está. Está ahí. Hablale decile algo.
Por un momento tuve miedo de que la cadena empezara a balancearse de izquierda a derecha como un péndulo del infierno, pero seguía quieta. Marcela parecía escuchar, mirando atentamente el inodoro. Noté que casi no le quedaban pestañas, tampoco. Se las había estado arrancando. Pronto empezaría con las cejas, imaginé.
–¿No lo escuchás?
–No.
–¡Pero te dijo algo!
–Qué dijo, contame.
En este punto, Agustina se metió en la conversación diciéndome que dejara en paz a Marcela, preguntándome si estaba loca, no ves que no hay nada, no le sigas el juego, me da miedo llamemos a alguien. Pero fue interrumpida por Marcela que le aulló CALLATE PUTA DE MIERDA. Tere murmuró que era too much –Tere era bastante cheta– y se fue a buscar al alguien. Yo traté de controlar la situación.
–No les des bola a estas pelotudas, Marcela, ¿qué dice?
–Que no se va a ir. Que es de verdad. Que me va a seguir obligando a hacer cosas. Que no le puedo decir que no.
–¿Cómo es?
–Es un hombre pero tiene un vestido de comunión. Tiene los brazos para atrás. Siempre se ríe. Parece chino pero es enano. Tiene el pelo engominado. Y me obliga.
–¿Te obliga a qué?
Cuando Tere llegó con una profesora más o menos piola a la que había convencido de entrar al baño (después nos dijo que en la puerta se habían juntado como diez personas, que escuchaban todo haciéndose shhh entre ellos), Marcela estaba a punto de mostrarnos qué la obligaba a hacer el engominado. Pero la aparición de la profesora la confundió. Se sentó en el piso, con los ojos sin pestañas que no parpadeaban mientras decía que no.
Marcela nunca volvió a la escuela.
Pero yo decidí visitarla. No fue difícil conseguir su dirección. Aunque su casa quedaba en un barrio al que nunca había ido, me resultó fácil llegar. Toqué el timbre temblando: en el colectivo había preparado la explicación de mi visita que iba a darle a sus padres, pero ahora me parecía estúpida, ridícula.
Me quedé muda cuando Marcela abrió la puerta, no solamente por la sorpresa de que atendiera –la había imaginado en cama, drogada– sino porque se la veía muy distinta, con una gorra de lana que le cubría la cabeza seguramente ya casi pelada, un jean y un pullover de tamaño normal. Salvo por las pestañas, que no habían crecido, parecía una chica normal.
No me invitó a pasar. Cerró la puerta y quedamos las dos en la calle. Hacía frío, pero a ella no le importaba.
–No tendrías que haber venido –me dijo.
–Quiero saber.
–¿Qué querés saber? No vuelvo más a la escuela, se terminó, olvidate de todo.
–Quiero saber qué te obliga a hacer él.
Marcela me miró y olfateó el aire a mi alrededor. Después desvió los ojos hacia la ventana. Las cortinas se habían movido apenas. Volvió a entrar a su casa, y antes de cerrar de un portazo, dijo:
–Ya te vas a enterar. Él mismo te lo va contar algún día. Te lo va a pedir, creo. Pronto.
A la vuelta, sentada en el colectivo, sentí cómo palpitaba la herida que me había hecho en el muslo con una trincheta, bajo las sábanas, la noche anterior. No dolía. Me masajeé la pierna con suavidad pero con la suficiente fuerza como para que la sangre, al brotar, dibujara un fino trazo húmedo sobre mis jeans celestes.



Mariana Enriquez nació en 1973 en Buenos Aires. Es licenciada en Periodismo y Comunicación Social por la Universidad Nacional de La Plata y trabaja en el suplemento Radar de Página/12. Publicó dos novelas, Bajar es lo peor (Espasa Calpe, 1995) y Cómo desaparecer completamente (Emecé, 2004) y un libro de relatos, Los peligros de fumar en la cama, 2009. Varios de sus cuentos aparecieron en antologías de narrativa argentina y sudamericana.