Cuando
Julián cantaba, todo parecía volverse hermoso en nuestras casas feas y tristes.
Aparecía en cualquier momento, generalmente cuando uno lo esperaba, y se ponía
a cantar. No tenía guitarra ni nada para acompañarse, pero cualquier cosa
hubiera sobrado a su voz.
Por
aquellos tiempos y en estas latitudes estábamos un poco cansados de hablar y de
oír. Las palabras, aún las más importantes, habían ido perdiendo poco a poco su
encanto y eran como sueños repetidos. Se parecía un poco a las muchachas a
quienes la persistencia de la pobreza les había entristecido los ojos y las
turgencias; y aunque aún eran bellas bajo la tristeza, ni ellas ni nosotros
podíamos percibir el resplandor de su hermosura. Buscando leña para el horno de
pan en montes cada vez más lejanos, marchaban anémicas al lado de sus sombras
florecientes desparramando el sacrificio de toda esa gente abrumada por
esperanzas envejecidas.
Los
viejos vecinos, cansados de sí mismos y de un mundo inmodificable, habían
dejado de saludarse y de cambiar las frases que algunas veces les sirvieron
para sentirse habitantes del mismo universo. En cambio apenas sonreían ante el
convencimiento compartido en la certeza de que casi todo era inútil, dejada por
la persistencia de los años duros, los inviernos cada vez más largos, el pan
calculado y el improrrogable desgaste de los zapatos. Cuando se decidían a
hablar, en momentos muy especiales como fiestas patrias o en las navidades,
narraban lo obvio, la imposibilidad de decir buenos días, de interesarse por la
salud, alegrarse por los nacimientos o entristecerse por las muertes. Todo era
recibido con un mutismo que venía de las ciudades remotas, de grandes edificios
donde hombres abstractos y silenciosos también, habían determinado todo eso,
según se sospechaba. Ya no eran necesarias las palabras aunque todavía se
hablase. Algunos opinaban que no había tal mutismo y que en realidad se hablaba
mucho más que antes, nada más que las palabras no tenían sentido.
En
algún momento apareció o fue apareciendo Julián. Acababa de dejar la
adolescencia dolorosa y estaba entrando en el mundo de los otros. Llegaba de
pronto a una casa, en la noche, cuando la gente se congregaba en silencio
alrededor de una mesa o de un recuerdo, y cantaba. Eran viejas canciones oídas
en la infancia y casi olvidadas. Parecían canciones tontas, con madreselvas que
trepaban por las paredes, patios con glicinas y casas rodeadas por vuelos de
palomas. Pero no eran las canciones las que comenzaban a destruir la postrada
resignación de la gente, sino el temblor de la voz de Julián, resonando en las
noches en el pequeño espacio parecido a un valle en donde se agrupaban las
casas de estas vecindades en aquellos tiempos y en estos suburbios del país.
Fue
así que para nosotros que estábamos aquí y que habíamos perdido la alegría,
ésta fue recuperada en la voz de Julián. Y por añadidura comenzaron a
pertenecernos los objetos mencionados en las canciones, guitarras y senderos,
barcos y montañas, no como cosas impuestas, sino presentidas simplemente por
los deseos más íntimos de cada uno.
Las
jóvenes adolescentes comenzaron a amar, y entonces nada pareció tortuoso sino
un natural deslumbramiento. La alegría se volvía visible especialmente en el
rostro de los ancianos, que declararon sin robores y sin temor a las palabras
el error de sus vidas. “Lo que pasa es que no sabíamos cantar”, decían creyendo
que cantaban, porque en realidad nadie cantaba, todos estaban escuchando a
Julián, que no sólo era el dueño de la voz, sino que la compartía de tal modo
que todos creíamos estar cantando con él.
Pero
alguno de nosotros reveló el pequeño secreto de nuestra felicidad, y de las
grandes ciudades llegaron enormes funcionarios que ver qué pasaba con la voz de
Julián y lo que ella significaba. Las cabras de las sierras próximas se
quedaron inmóviles levantando las orejas para escuchar la rotura de nuestro
sosiego. Mientras algunos se alegraban por la llegada de los intrusos, otros
decían que no había motivo para temer y que los hombres, al oír a Julián, le
regalaría una guitarra de diez cuerdas y lo mandarían becado a Buenos Aires; y
otros, finalmente, temblaban adormecidos por el miedo.
En
pocas horas Julián había dejado de cantar y poco después él mismo había desaparecido,
sin que nadie supiese qué pasaba. Entonces volvió la tristeza que siempre había
estado allí apenas contenida por las canciones; los ancianos alzaron sus manos
y cubrieron sus rostros resignados y avergonzados, y las adolescentes en flor
enmudecieron dentro de sus vestidos amarillentos, volvieron al río en donde en
invierno o en verano lavaban arrodilladas la incertidumbre de los pañales y la
irremediabilidad de los mamelucos.
De
pronto hemos vuelto a las palabras y nos reprochamos haber creído en algo tan
frágil como la voz de Julián. Decimos que obviamente la alegría desapareció de
este valle, pero sospechamos que la alegría era un simple figuración melódica
de Julián; y hemos vuelto a nuestras viejas esperanzas, que de tan viejas se
convirtieron en costumbres. Las palabras han aumentado nuestra sentido crítico,
y decimos que si Julián volviese, si lo devolvieran aquellos hombres invisibles
que lo silenciaron, no sería lo mismo porque ya no tenemos la capacidad de
alegrarnos con el canto. Y todo esto parece cierto porque los hechos cotidianos
nos impiden creer lo contrario.
Como
muchas otras cosas Julián ahora está en el pasado. Quizás sea un recuerdo,
quizás una palabra. Pero en el caso de que sea una palabra nadie se atreverá a
pronunciarla por el temor de que las cabras se inmovilicen en las sierras y
alcen sus orejas medrosas ante la posible proximidad de los hombres invisibles.