martes, 10 de julio de 2012

¿POR QUÉ NO PUEDEN DECIRTE EL PORQUÉ?, JAMES PURDY



Paul no supo casi nada de su padre hasta que encontró la caja de fotografías en el desván. Desde aquel momento se dedicó a mirarlas de día y de noche, y cada vez que Ethel, su madre, ha­blaba por teléfono con Edith Gainesworm. Asombrado, con­templaba a su padre en las diferentes fases de su vida: prime­ro, como un niño de su edad, luego como un joven, finalmen­te, antes de morir, vestido con el uniforme del Ejército.
Ethel siempre se había referido a él como tu padre, y ahora las fotografías lo mostraban bajo un aspecto muy dis­tinto del que se había imaginado.
Ethel nunca habló con Paul acerca de por qué había ve­nido enfermo de la escuela, y al principio fingió no saber que había encontrado las fotografías. Pero le decía a Edith Gainesworth por teléfono todo lo que ella pensaba y sentía por él; y Paul escuchaba todas las conversaciones desde su escondite en la escalera de servicio, donde se sentaba para mirar las fotografías, que había trasladado de la vieja caja de zapatos donde las encontró a dos grandes y limpias cajas de bombones.
—Seguro que no conoces a un muchacho enfermo como él, que le dé por las fotografías —dijo Ethel a Edith Gaines­worm—. En vez de juguetes o pelotas, viejas fotografías. Y eso que apenas si le he contado nada acerca de su padre.
Edith Gainesworm, que estudiaba psicología en un cen­tro superior en la parte baja de la ciudad, a menudo daba consejos a Ethel con relación a Paul; pero aquella noche no dijo nada acerca de las fotografías.
—Todas las madres deberían tener una pensión —prosi­guió Ethel—¿No es terrible tener que estar todo el día de pie, atendiendo al público, y luego tener que cuidar por la noche a un niño enfermo? Mis noches son aún peores que mis días.
Estas conversaciones telefónicas siempre excitaban a Paul, porque eran las únicas ocasiones en que oía hablar de sí mismo y de las fotografías. Cuando sonaba el timbre del teléfono solía correr a la escalera de servicio y empezaba a mirar las fotografías, y luego, a medida de que la conversación se desarrollaba, con frecuencia iba corriendo al cuarto de en­frente, donde Ethel estaba hablando, a veces llevando consi­go una de las fotografías e imitando con la boca el ruido de un pájaro o un avión.
Dos meses habían transcurrido de este modo, sin que el niño fuera a la escuela, como si toda la vida se le pasara es­cuchando las charlas telefónicas de Ethel con Edith Gaines­worm y mirando las fotos de las cajas de bombones.
Una vez, a medianoche, Ethel echó de menos al niño. Se levantó de la cama sintiendo como una opresión en la ca­beza y el cuello; se dirigió a la cama de Paul y advirtió que no estaba la manta india. Llamó al niño y fue hasta la ven­tana, y miró hacia afuera. Sin cesar de llamarlo, se dirigió a ­la escalera.
—¡Dios mío! ¡Siempre me haz de causar alguna preocu­pación! —dijo—. ¿Dónde estás, Paul? —repitió con voz somno­lienta. Bajó hasta la cocina, aunque no creía posible que es­tuviera allí, porque el chico nunca comía nada.
Luego se dijo: "Naturalmente", al recordar cuántas veces iba a la escalera de servicio con aquellas fotografías.
—¿Qué estás haciendo aquí, Paul? —le preguntó, y su voz tenía un tono dulce pero amenazador que despertó al chico, que se había quedado dormido encima de las cajas y las fo­tografías, como protegiéndolas, con la manta echada sobre la espalda y los hombros.
Paul se aferró a las cajas casi con vehemencia cuando vio a aquella mujer pálida y fea que se arrebujaba en su bata de hombre y lo estaba mirando. Hubo un ligero olor a cisterna destapada cuando ella terminó de ponerse la bata.
—Pues aquí, Ethel —contestó el niño al cabo de un rato.
—¿Qué quieres decir con eso de "pues aquí", Paul? —pre­guntó ella acercándose.
Lo tomó por el pelo y le dio unos suaves tirones, esa era la forma en que solía acariciar al niño. Estos leves tirones hicieron que temblase con cortas y sucesivas sacudidas bajo la mano de Ethel, hasta que al fin lo soltó.
Paul observó cómo su madre se quedaba contemplando las cajas de fotografías que él custodiaba.
—¿Duermes aquí para estar cerca de ellas? —le preguntó.
—No lo sé, Ethel —respondió Paul, emitiendo soplidos como si quisiera hacer desaparecer algo que tenía delante.
—No lo sabes, Paul —dijo ella con su voz dulzona y desa­gradable, acercándose más al niño, con ese olor rancio de su bata.           
—¡No, eso no! —exclamó Paul.
—¿Eso no, qué? —dijo Ethel, agarrándolo por las solapas del pijama.
—¡No me hagas nada, Ethel! ¡Me duelen los ojos!
—Te duelen los ojos —dijo ella con tono de incredulidad.
—También me duele el estómago.
Inclinándose de pronto, Ethel recogió del suelo las dos cajas con fotografías y las retuvo entre sus brazos, enfunda­dos en las amplias mangas de la bata.
—¡Ethel! —gritó el niño con la voz más fuerte y clara que ella le hubiese escuchado—. ¡Ethel! ¡Esas son mis cajas de bombones!
Ethel lo miró como si fuera la primera vez que lo veía, advirtiendo con sorpresa que estaba muy delgado y huesudo y que tenía un lunar muy feo en su demacrada garganta. No podía comprender que ese fuera su hijo.
—Son estas cajas de fotografías las que te ponen enfermo.
—¡No, no, mamá Ethel! —gritó Paul.
—¿No te acuerdas de que te dije que no me llamaras ma­má? —dijo la mujer avanzando hacia él y poniéndole la ma­no en la frente.
—Te he llamado mamá Ethel, no mamá —respondió el niño.
—Supongo que creerás que tengo mil años de edad —re­puso Ethel, levantando la mano como si no supiera qué ha­cer con ella.
—Creo que ya sé qué hacer con esto —prosiguió, con cal­ma fingida.
—¡No, Ethel! —dijo Paul— ¡Devuélvemelas! ¡Son mis cajas!
—Dime por qué has venido a dormir aquí, sabiendo que en este sitio te podrías empeorar. Quiero que me lo digas.
—¡No puedo, Ethel! ¡No puedo! —respondió Paul.
—Entonces voy a quemar las fotografías —contestó Ethell.
El niño se arrojó a los pies de ella y le abrazó las piernas.
—iEthel! ¡Por favor! ¡No te las lleves! ¡Por favor, Ethel!
—¡No me toques! —dijo la mujer.
Sus nervios estaban alterados, creía que si el ni­ño volvía a tocarla, se sobresaltaría como si un ratón se hu­biera metido debajo de sus ropas.
—Ponte de pie y cuéntame como un hombrecito, por qué estás aquí —dijo ella; pero mantuvo los ojos medio ce­rrados y la vista apartada del niño.
Él movió los labios como para hablar, pero en realidad no comprendió lo que ella quería decir con la palabra hom­brecito. Esta palabra le molestaba cada vez que la oía.
—¿Qué estás haciendo con las fotografías todo el tiempo, durante el día cuando estoy fuera de casa, y ahora, por la no­che? Nunca había oído hablar de una cosa así.
Entonces se apartó de él, de modo que las manos del ni­ño soltaron las piernas de ella, que había tenido abrazadas; pero permaneció unos instantes cerca de las manos de Paul, como si no supiera qué tenía que hacer a continuación.
—Sólo las miro, Ethel —dijo al fin el niño.
—No digas mentiras —dijo ella, mirándolo a la cara y luego:
—¡Quiero la verdad! —gritó.
Paul se echó a llorar y gimió, pensando qué podía que­rer su madre que le dijera; ahora había empezado a perder la noción de todo, y ni siquiera comprendía qué se esperaba de él. Era insoportable.
—¿Me oyes, Paul? —dijo ella entre dientes, muy cerca de él ahora, y mirándolo con tanta furia que Paul tuvo que ce­rrar los ojos—. ¿Sabes lo que voy a hacer si no me contestas?
—¿Me castigarás? —preguntó Paul con un hilito de voz.
—No, esta vez no voy a castigarte —dijo Ethel.
—¡No vas a castigarme! —exclamó el niño, y un nuevo te­mor y una nueva sorpresa asomaban ahora en sus ojos can­sados. Luego, mirándola fijamente a los ojos se echó a llorar con terror; porque le pareció que en todo el mundo sólo existían ellos dos, él y Ethel.
—Recuerdas adónde enviaron a tía Grace ¿verdad? —dijo Ethel con una voz terrible.
Él lloró con más furia, salpicando con saliva la pared. Se quedó mirando el final de la escalera como buscando un lu­gar a dónde escapar.
—Recuerdas adónde la enviaron, ¿no? —insistió Ethel con voz tranquila y paciente, como la de una mujer que ha reci­bido un trato irrespetuoso de parte de un hijo al que, a pesar de todo, aún sigue queriendo.
—¡Sí, sí, Ethel! —gritó Paul histéricamente.
—Dile a Ethel adónde enviaron a tía Grace —dijo ella en el mismo tono paciente y cariñoso.
—Yo no sabía que también enviaban niños allá —dijo Paul.
—Tú ahora eres algo más que un niño —respondió Et­hel—, ya tienes edad suficiente para que... Y si no le dices a Ethel por qué estás mirando todo el tiempo las fotografías, tendremos que enviarte al manicomio, con las rejas.
—No sé por qué las miro, querida Ethel —dijo ahora el ni­ño con voz débil, pero con extrema tensión, y se puso a aca­riciar el forro de piel de las zapatillas de ella.
—Creo que sí lo sabes, Paul —dijo ella con voz tranquila; pero el niño pudo percibir cómo iba desapareciendo su to­no amable y paciente, y levantó a medias las manos como para protegerse de algo que aquella mujer pudiera hacerle.
—Pero no sé por qué las miro —repitió, gimoteando y de pronto volvió a abrazarle las piernas.
Ethel dio un paso atrás, pero conservando aún su sonri­sa paciente y comprensiva, de perdón.
—Muy bien —Paul.
Cada vez que decía "Muy bien, Paul", era para dar a en­tender con ello que daba por terminada una discusión.
—¿Adónde vamos? —gritó Paul, mientras ella lo llevaba hacia la cocina.
—Al sótano, por supuesto —respondió Ethel.
Nunca antes habían ido juntos al sótano, y el terror de lo que podía sucederle allá le dio una especie de apacigua­miento que le permitió bajar con paso firme los irregulares peldaños.
—Lleva tú las cajas con las fotografías, Paul —le dijo ella—, ya que te gustan tanto.
—¡No, no! —gritó Paul.
—¡Llévalas! —ordenó ella, dándole las cajas.
Él las sujetó contra su cuerpo, y cuando llegaron al só­tano, la mujer abrió la puerta del horno y, apretándose el cinturón de la bata, le dijo fríamente, su cara blanca ilumi­nada por las llamas:
—Tira las fotografías ahí dentro, Paul.
Él se la quedó mirando, como si ahora resultaran ciertas todas las pesadillas, como si al fin el terror completo y defi­nitivo de lo que puede sucederle a uno en la vida se hubiera desplegado ante su vista.
—¡Son de papá! —exclamó con una voz que ninguno de los dos reconoció.
—Tú lo has querido —dijo ella fríamente—. Prefieres un hombre muerto a tu propia madre. O echas las fotografías al fuego, puesto que son ellas las que te ponen enfermo, o ten­drás que ir al lugar al que enviaron a tía Grace.
Él ahora empezó a correr por el cuarto como un pajari­to que se ha escapado de la tienda en donde lo vendían y ha ido a parar en medio de la confusión de una calle de la ciu­dad, y con la boca emitía extraños sonidos que Ethel, no po­día creer que salieran de sus pulmones.
—No creas que voy a tener paciencia para tus payasadas —gritó; pero sus palabras se perdieron como si lo hiciera en un cuarto vacío.
Mientras corría alrededor del pequeño cuarto, con las ca­jas de fotografías apretadas contra su pecho, algunas de las fotos cayeron al suelo. Él se detuvo para recogerlas, mientras seguía apretando convulsivamente las cajas y emitía peque­ños gritos de impotencia y dolor agudo.
Ethel lo miraba sin dar crédito a sus ojos. Ahora no só­lo no le parecía hijo suyo, sino que ni siquiera parecía ya un niño; al contrario, con su pijama roto y sin zurcir, parecía un animal lisiado y moribundo que corriera desesperadamente tratando de huir de su propio dolor.
—¡Dame esas fotografías! —gritó ella. Le arrebató algunas que él tenía en las manos, y las arrojó rápidamente al fuego.
Después se dio vuelta y fue a tomar las cajas que él sos­tenía.
Pero la escena que vio hizo que se detuviera. Él se había encogido, agachado en el suelo, y apretando las cajas contra su estómago, emitió una especie de silbido hacia la mujer, de modo que ella no tuvo la posibilidad de acercarse ni de lle­várselo de allí, mientras de la boca del niño salía una sustan­cia espesa, fibrosa y de color negruzco, como si estuviera vo­mitando su corazón cargado de amargura.