Paul
no supo casi nada de su padre hasta que encontró la caja de fotografías en el
desván. Desde aquel momento se dedicó a mirarlas de día y de noche, y cada vez
que Ethel, su madre, hablaba por teléfono con Edith Gainesworm. Asombrado, contemplaba
a su padre en las diferentes fases de su vida: primero, como un niño de su
edad, luego como un joven, finalmente, antes de morir, vestido con el uniforme
del Ejército.
Ethel
siempre se había referido a él como tu padre, y ahora las fotografías lo
mostraban bajo un aspecto muy distinto del que se había imaginado.
Ethel
nunca habló con Paul acerca de por qué había venido enfermo de la escuela, y
al principio fingió no saber que había encontrado las fotografías. Pero le decía
a Edith Gainesworth por teléfono todo lo que ella pensaba y sentía por él; y
Paul escuchaba todas las conversaciones desde su escondite en la escalera de
servicio, donde se sentaba para mirar las fotografías, que había trasladado de
la vieja caja de zapatos donde las encontró a dos grandes y limpias cajas de
bombones.
—Seguro
que no conoces a un muchacho enfermo como él, que le dé por las fotografías
—dijo Ethel a Edith Gainesworm—. En vez de juguetes o pelotas, viejas
fotografías. Y eso que apenas si le he contado nada acerca de su padre.
Edith
Gainesworm, que estudiaba psicología en un centro superior en la parte baja de
la ciudad, a menudo daba consejos a Ethel con relación a Paul; pero aquella
noche no dijo nada acerca de las fotografías.
—Todas
las madres deberían tener una pensión —prosiguió Ethel—¿No es terrible tener
que estar todo el día de pie, atendiendo al público, y luego tener que cuidar
por la noche a un niño enfermo? Mis noches son aún peores que mis días.
Estas
conversaciones telefónicas siempre excitaban a Paul, porque eran las únicas
ocasiones en que oía hablar de sí mismo y de las fotografías. Cuando sonaba el
timbre del teléfono solía correr a la escalera de servicio y empezaba a mirar
las fotografías, y luego, a medida de que la conversación se desarrollaba, con
frecuencia iba corriendo al cuarto de enfrente, donde Ethel estaba hablando, a
veces llevando consigo una de las fotografías e imitando con la boca el ruido
de un pájaro o un avión.
Dos
meses habían transcurrido de este modo, sin que el niño fuera a la escuela,
como si toda la vida se le pasara escuchando las charlas telefónicas de Ethel
con Edith Gainesworm y mirando las fotos de las cajas de bombones.
Una
vez, a medianoche, Ethel echó de menos al niño. Se levantó de la cama sintiendo
como una opresión en la cabeza y el cuello; se dirigió a la cama de Paul y
advirtió que no estaba la manta india. Llamó al niño y fue hasta la ventana, y
miró hacia afuera. Sin cesar de llamarlo, se dirigió a la escalera.
—¡Dios
mío! ¡Siempre me haz de causar alguna preocupación! —dijo—. ¿Dónde estás,
Paul? —repitió con voz somnolienta. Bajó hasta la cocina, aunque no creía
posible que estuviera allí, porque el chico nunca comía nada.
Luego
se dijo: "Naturalmente", al recordar cuántas veces iba a la escalera
de servicio con aquellas fotografías.
—¿Qué
estás haciendo aquí, Paul? —le preguntó, y su voz tenía un tono dulce pero
amenazador que despertó al chico, que se había quedado dormido encima de las
cajas y las fotografías, como protegiéndolas, con la manta echada sobre la
espalda y los hombros.
Paul
se aferró a las cajas casi con vehemencia cuando vio a aquella mujer pálida y
fea que se arrebujaba en su bata de hombre y lo estaba mirando. Hubo un ligero
olor a cisterna destapada cuando ella terminó de ponerse la bata.
—Pues
aquí, Ethel —contestó el niño al cabo de un rato.
—¿Qué
quieres decir con eso de "pues aquí", Paul? —preguntó ella
acercándose.
Lo
tomó por el pelo y le dio unos suaves tirones, esa era la forma en que solía
acariciar al niño. Estos leves tirones hicieron que temblase con cortas y
sucesivas sacudidas bajo la mano de Ethel, hasta que al fin lo soltó.
Paul
observó cómo su madre se quedaba contemplando las cajas de fotografías que él
custodiaba.
—¿Duermes
aquí para estar cerca de ellas? —le preguntó.
—No
lo sé, Ethel —respondió Paul, emitiendo soplidos como si quisiera hacer
desaparecer algo que tenía delante.
—No
lo sabes, Paul —dijo ella con su voz dulzona y desagradable, acercándose más
al niño, con ese olor rancio de su
bata.
—¡No,
eso no! —exclamó Paul.
—¿Eso
no, qué? —dijo Ethel, agarrándolo por las solapas del pijama.
—¡No
me hagas nada, Ethel! ¡Me duelen los ojos!
—Te
duelen los ojos —dijo ella con tono de incredulidad.
—También
me duele el estómago.
Inclinándose
de pronto, Ethel recogió del suelo las dos cajas con fotografías y las retuvo
entre sus brazos, enfundados en las amplias mangas de la bata.
—¡Ethel!
—gritó el niño con la voz más fuerte y clara que ella le hubiese escuchado—.
¡Ethel! ¡Esas son mis cajas de bombones!
Ethel
lo miró como si fuera la primera vez que lo veía, advirtiendo con sorpresa que
estaba muy delgado y huesudo y que tenía un lunar muy feo en su demacrada
garganta. No podía comprender que ese fuera su hijo.
—Son
estas cajas de fotografías las que te ponen enfermo.
—¡No,
no, mamá Ethel! —gritó Paul.
—¿No
te acuerdas de que te dije que no me llamaras mamá? —dijo la mujer avanzando
hacia él y poniéndole la mano en la frente.
—Te
he llamado mamá Ethel, no mamá —respondió el niño.
—Supongo
que creerás que tengo mil años de edad —repuso Ethel, levantando la mano como
si no supiera qué hacer con ella.
—Creo
que ya sé qué hacer con esto —prosiguió, con calma fingida.
—¡No,
Ethel! —dijo Paul— ¡Devuélvemelas! ¡Son mis cajas!
—Dime
por qué has venido a dormir aquí, sabiendo que en este sitio te podrías
empeorar. Quiero que me lo digas.
—¡No
puedo, Ethel! ¡No puedo! —respondió Paul.
—Entonces
voy a quemar las fotografías —contestó Ethell.
El
niño se arrojó a los pies de ella y le abrazó las piernas.
—iEthel!
¡Por favor! ¡No te las lleves! ¡Por favor, Ethel!
—¡No
me toques! —dijo la mujer.
Sus
nervios estaban alterados, creía que si el niño volvía a tocarla, se
sobresaltaría como si un ratón se hubiera metido debajo de sus ropas.
—Ponte
de pie y cuéntame como un hombrecito, por qué estás aquí —dijo ella; pero
mantuvo los ojos medio cerrados y la vista apartada del niño.
Él
movió los labios como para hablar, pero en realidad no comprendió lo que ella
quería decir con la palabra hombrecito. Esta palabra le molestaba cada
vez que la oía.
—¿Qué
estás haciendo con las fotografías todo el tiempo, durante el día cuando estoy
fuera de casa, y ahora, por la noche? Nunca había oído hablar de una cosa así.
Entonces
se apartó de él, de modo que las manos del niño soltaron las piernas de ella,
que había tenido abrazadas; pero permaneció unos instantes cerca de las manos
de Paul, como si no supiera qué tenía que hacer a continuación.
—Sólo
las miro, Ethel —dijo al fin el niño.
—No
digas mentiras —dijo ella, mirándolo a la cara y luego:
—¡Quiero
la verdad! —gritó.
Paul
se echó a llorar y gimió, pensando qué podía querer su madre que le dijera;
ahora había empezado a perder la noción de todo, y ni siquiera comprendía qué
se esperaba de él. Era insoportable.
—¿Me
oyes, Paul? —dijo ella entre dientes, muy cerca de él ahora, y mirándolo con
tanta furia que Paul tuvo que cerrar los ojos—. ¿Sabes lo que voy a hacer si
no me contestas?
—¿Me
castigarás? —preguntó Paul con un hilito de voz.
—No,
esta vez no voy a castigarte —dijo Ethel.
—¡No
vas a castigarme! —exclamó el niño, y un nuevo temor y una nueva sorpresa
asomaban ahora en sus ojos cansados. Luego, mirándola fijamente a los ojos se
echó a llorar con terror; porque le pareció que en todo el mundo sólo existían
ellos dos, él y Ethel.
—Recuerdas
adónde enviaron a tía Grace ¿verdad? —dijo Ethel con una voz terrible.
Él
lloró con más furia, salpicando con saliva la pared. Se quedó mirando el final
de la escalera como buscando un lugar a dónde escapar.
—Recuerdas
adónde la enviaron, ¿no? —insistió Ethel con voz tranquila y paciente, como la
de una mujer que ha recibido un trato irrespetuoso de parte de un hijo al que,
a pesar de todo, aún sigue queriendo.
—¡Sí,
sí, Ethel! —gritó Paul histéricamente.
—Dile
a Ethel adónde enviaron a tía Grace —dijo ella en el mismo tono paciente y
cariñoso.
—Yo
no sabía que también enviaban niños allá —dijo Paul.
—Tú
ahora eres algo más que un niño —respondió Ethel—, ya tienes edad suficiente
para que... Y si no le dices a Ethel por qué estás mirando todo el tiempo las
fotografías, tendremos que enviarte al manicomio, con las rejas.
—No
sé por qué las miro, querida Ethel —dijo ahora el niño con voz débil, pero con
extrema tensión, y se puso a acariciar el forro de piel de las zapatillas de
ella.
—Creo
que sí lo sabes, Paul —dijo ella con voz tranquila; pero el niño pudo percibir
cómo iba desapareciendo su tono amable y paciente, y levantó a medias las
manos como para protegerse de algo que aquella mujer pudiera hacerle.
—Pero
no sé por qué las miro —repitió, gimoteando y de pronto volvió a abrazarle las
piernas.
Ethel
dio un paso atrás, pero conservando aún su sonrisa paciente y comprensiva, de
perdón.
—Muy
bien —Paul.
Cada
vez que decía "Muy bien, Paul", era para dar a entender con ello que
daba por terminada una discusión.
—¿Adónde
vamos? —gritó Paul, mientras ella lo llevaba hacia la cocina.
—Al
sótano, por supuesto —respondió Ethel.
Nunca
antes habían ido juntos al sótano, y el terror de lo que podía sucederle allá
le dio una especie de apaciguamiento que le permitió bajar con paso firme los
irregulares peldaños.
—Lleva
tú las cajas con las fotografías, Paul —le dijo ella—, ya que te gustan tanto.
—¡No,
no! —gritó Paul.
—¡Llévalas!
—ordenó ella, dándole las cajas.
Él
las sujetó contra su cuerpo, y cuando llegaron al sótano, la mujer abrió la
puerta del horno y, apretándose el cinturón de la bata, le dijo fríamente, su
cara blanca iluminada por las llamas:
—Tira
las fotografías ahí dentro, Paul.
Él
se la quedó mirando, como si ahora resultaran ciertas todas las pesadillas,
como si al fin el terror completo y definitivo de lo que puede sucederle a uno
en la vida se hubiera desplegado ante su vista.
—¡Son
de papá! —exclamó con una voz que ninguno de los dos reconoció.
—Tú
lo has querido —dijo ella fríamente—. Prefieres un hombre muerto a tu propia
madre. O echas las fotografías al fuego, puesto que son ellas las que te ponen
enfermo, o tendrás que ir al lugar al que enviaron a tía Grace.
Él
ahora empezó a correr por el cuarto como un pajarito que se ha escapado de la
tienda en donde lo vendían y ha ido a parar en medio de la confusión de una
calle de la ciudad, y con la boca emitía extraños sonidos que Ethel, no podía
creer que salieran de sus pulmones.
—No
creas que voy a tener paciencia para tus payasadas —gritó; pero sus palabras se
perdieron como si lo hiciera en un cuarto vacío.
Mientras
corría alrededor del pequeño cuarto, con las cajas de fotografías apretadas
contra su pecho, algunas de las fotos cayeron al suelo. Él se detuvo para
recogerlas, mientras seguía apretando convulsivamente las cajas y emitía pequeños
gritos de impotencia y dolor agudo.
Ethel
lo miraba sin dar crédito a sus ojos. Ahora no sólo no le parecía hijo suyo,
sino que ni siquiera parecía ya un niño; al contrario, con su pijama roto y sin
zurcir, parecía un animal lisiado y moribundo que corriera desesperadamente
tratando de huir de su propio dolor.
—¡Dame
esas fotografías! —gritó ella. Le arrebató algunas que él tenía en las manos, y
las arrojó rápidamente al fuego.
Después
se dio vuelta y fue a tomar las cajas que él sostenía.
Pero
la escena que vio hizo que se detuviera. Él se había encogido, agachado en el
suelo, y apretando las cajas contra su estómago, emitió una especie de silbido
hacia la mujer, de modo que ella no tuvo la posibilidad de acercarse ni de llevárselo
de allí, mientras de la boca del niño salía una sustancia espesa, fibrosa y de
color negruzco, como si estuviera vomitando su corazón cargado de amargura.