sábado, 14 de diciembre de 2013

UNA GUITARRA PARA JULIÁN- Daniel Moyano


Cuando Julián cantaba, todo parecía volverse hermoso en nuestras casas feas y tristes. Aparecía en cualquier momento, generalmente cuando uno lo esperaba, y se ponía a cantar. No tenía guitarra ni nada para acompañarse, pero cualquier cosa hubiera sobrado a su voz.
Por aquellos tiempos y en estas latitudes estábamos un poco cansados de hablar y de oír. Las palabras, aún las más importantes, habían ido perdiendo poco a poco su encanto y eran como sueños repetidos. Se parecía un poco a las muchachas a quienes la persistencia de la pobreza les había entristecido los ojos y las turgencias; y aunque aún eran bellas bajo la tristeza, ni ellas ni nosotros podíamos percibir el resplandor de su hermosura. Buscando leña para el horno de pan en montes cada vez más lejanos, marchaban anémicas al lado de sus sombras florecientes desparramando el sacrificio de toda esa gente abrumada por esperanzas envejecidas.
Los viejos vecinos, cansados de sí mismos y de un mundo inmodificable, habían dejado de saludarse y de cambiar las frases que algunas veces les sirvieron para sentirse habitantes del mismo universo. En cambio apenas sonreían ante el convencimiento compartido en la certeza de que casi todo era inútil, dejada por la persistencia de los años duros, los inviernos cada vez más largos, el pan calculado y el improrrogable desgaste de los zapatos. Cuando se decidían a hablar, en momentos muy especiales como fiestas patrias o en las navidades, narraban lo obvio, la imposibilidad de decir buenos días, de interesarse por la salud, alegrarse por los nacimientos o entristecerse por las muertes. Todo era recibido con un mutismo que venía de las ciudades remotas, de grandes edificios donde hombres abstractos y silenciosos también, habían determinado todo eso, según se sospechaba. Ya no eran necesarias las palabras aunque todavía se hablase. Algunos opinaban que no había tal mutismo y que en realidad se hablaba mucho más que antes, nada más que las palabras no tenían sentido.
En algún momento apareció o fue apareciendo Julián. Acababa de dejar la adolescencia dolorosa y estaba entrando en el mundo de los otros. Llegaba de pronto a una casa, en la noche, cuando la gente se congregaba en silencio alrededor de una mesa o de un recuerdo, y cantaba. Eran viejas canciones oídas en la infancia y casi olvidadas. Parecían canciones tontas, con madreselvas que trepaban por las paredes, patios con glicinas y casas rodeadas por vuelos de palomas. Pero no eran las canciones las que comenzaban a destruir la postrada resignación de la gente, sino el temblor de la voz de Julián, resonando en las noches en el pequeño espacio parecido a un valle en donde se agrupaban las casas de estas vecindades en aquellos tiempos y en estos suburbios del país.
Fue así que para nosotros que estábamos aquí y que habíamos perdido la alegría, ésta fue recuperada en la voz de Julián. Y por añadidura comenzaron a pertenecernos los objetos mencionados en las canciones, guitarras y senderos, barcos y montañas, no como cosas impuestas, sino presentidas simplemente por los deseos más íntimos de cada uno.
Las jóvenes adolescentes comenzaron a amar, y entonces nada pareció tortuoso sino un natural deslumbramiento. La alegría se volvía visible especialmente en el rostro de los ancianos, que declararon sin robores y sin temor a las palabras el error de sus vidas. “Lo que pasa es que no sabíamos cantar”, decían creyendo que cantaban, porque en realidad nadie cantaba, todos estaban escuchando a Julián, que no sólo era el dueño de la voz, sino que la compartía de tal modo que todos creíamos estar cantando con él.
Pero alguno de nosotros reveló el pequeño secreto de nuestra felicidad, y de las grandes ciudades llegaron enormes funcionarios que ver qué pasaba con la voz de Julián y lo que ella significaba. Las cabras de las sierras próximas se quedaron inmóviles levantando las orejas para escuchar la rotura de nuestro sosiego. Mientras algunos se alegraban por la llegada de los intrusos, otros decían que no había motivo para temer y que los hombres, al oír a Julián, le regalaría una guitarra de diez cuerdas y lo mandarían becado a Buenos Aires; y otros, finalmente, temblaban adormecidos por el miedo.
En pocas horas Julián había dejado de cantar y poco después él mismo había desaparecido, sin que nadie supiese qué pasaba. Entonces volvió la tristeza que siempre había estado allí apenas contenida por las canciones; los ancianos alzaron sus manos y cubrieron sus rostros resignados y avergonzados, y las adolescentes en flor enmudecieron dentro de sus vestidos amarillentos, volvieron al río en donde en invierno o en verano lavaban arrodilladas la incertidumbre de los pañales y la irremediabilidad de los mamelucos.
De pronto hemos vuelto a las palabras y nos reprochamos haber creído en algo tan frágil como la voz de Julián. Decimos que obviamente la alegría desapareció de este valle, pero sospechamos que la alegría era un simple figuración melódica de Julián; y hemos vuelto a nuestras viejas esperanzas, que de tan viejas se convirtieron en costumbres. Las palabras han aumentado nuestra sentido crítico, y decimos que si Julián volviese, si lo devolvieran aquellos hombres invisibles que lo silenciaron, no sería lo mismo porque ya no tenemos la capacidad de alegrarnos con el canto. Y todo esto parece cierto porque los hechos cotidianos nos impiden creer lo contrario.

Como muchas otras cosas Julián ahora está en el pasado. Quizás sea un recuerdo, quizás una palabra. Pero en el caso de que sea una palabra nadie se atreverá a pronunciarla por el temor de que las cabras se inmovilicen en las sierras y alcen sus orejas medrosas ante la posible proximidad de los hombres invisibles.

miércoles, 20 de marzo de 2013

"Maniobras contra el sueño", por Liliana Heker



En el momento de partir, la señora Eloísa aun pensaba que volver a Azul en auto era un hecho afortunado. El viajante que trabajaba para su futuro consuegro había llegado puntual a buscarla al hotel y parecía una persona correcta; había puesto mucho cuidado al acomodar su pequeña valija de lagarto en el asiento de atrás y hasta le había pedido disculpas por lo lleno de mercaderías que estaba el auto. Disculpa ociosa, pensó la señora Eloísa, estos primeros diálogos con desconocidos siempre le resultaban penosos. Ella misma, apenas el auto arrancó, se sintió obligada a hacer un comentario trivial acerca del calor agobiante, lo que generó un intercambio de opiniones sobre la baja presión, la probabilidad de lluvia y lo bien que esa lluvia le haría al campo, parecer -este último- que fue derivando mansamente a los campos del marido de la señora Eloísa, las tribulaciones de ser hacendado, las dichas y desventuras de ser viajante y los diversos atributos de otros muchos oficios. Al llegar a Cañuelas la señora Eloísa ya había hablado -primero con cordialidad, luego con creciente desgano- del carácter de sus tres hijos, de la inminente boda de la mayor, de las mesas de quesos, del colesterol bueno y el colesterol malo, de la alimentación más recomendable para un cocker spaniel, y a su vez conocía unos cuantos datos de la vida del hombre, datos que antes de llegar a San Miguel del Monte -y luego de un silencio gratamente prolongado- ni siquiera recordaba. Tenía sueño. Había apoyado la cabeza en el respaldo, había cerrado los ojos, y empezaba a sentirse acunada por el sonido del motor, sordo, aletargante, parecido a chicharras de siestas abrasadoras. Le molesta si fumo. Lo oyó como viniendo entre una bruma de aceite y con esfuerzo abrió los ojos.

-No, por favor.

Miró con languidez al hombre que conducía, no recordaba en absoluto cómo se llamaba; ¿señor Ibáñez?, ¿señor Velazco?, ¿señor Burbujita Encantadora?, ¿maese Eructos?

-Gran compañero cuando uno maneja.

Esta vez abrió los ojos con espanto. ¿Quién? ¿Quién era un gran compañero? Buscó una pista a su alrededor pero nada: sólo el hombre fumando con los ojos exageradamente abiertos. El cigarrillo, claro. Hizo lo posible por ser vivaz.

-Todos me dicen que es extraordinario cómo despeja la mente.

Nunca nadie le había dicho semejante estupidez, había sido un error no volver en ómnibus, ahora habría podido extenderse en el asiento y dormir plácidamente. Entrecerró los ojos, pensó que, hasta cierto punto, acá también podía hacerlo. Apoyar la cabeza en el respaldo y quedarse dormida. Así, delicioso: dejarse adormecer y no despertarse hasta gran suerte. ¿Lo oyó? ¿Este hombre acababa de decir "gran suerte"?, ¿no iba a callarse nunca entonces?

-... porque la verdad que esta pesadez da sueño.

En la señora Eloísa fulguró un destello de alegría.

-Un sueño intolerable -dijo. Pensó que ahora el hombre se daría cuenta de que ella necesitaba dormir.

-Y no sólo la pesadez, ¿sabe una cosa? -dijo el hombre-. Anoche no pude pegar los ojos ni un segundo. Por los mosquitos, ¿vio que hay invasión de mosquitos?

Cállese, por favor, clamó ella en silencio.

-Por el calor -dijo -, si no viene una buena tormenta...

-La tormenta ya se viene, mire - el hombre indicó con la cabeza una masa oscura que venía del sur -. En dos minutos vamos a tener una lluviecita que para qué le cuento.

-Sí, qué lluviecita.

Ahora el sueño era un sentimiento doloroso contra el que no deseaba luchar. Casi con obscenidad volvió a apoyar la cabeza en el respaldo y dejó que los párpados cayeran pesadamente. Poco a poco fue desentendiéndose del calor y del hombre y se fue entregando al traqueteo monocorde del auto ...pero descansado no le tengo miedo a la lluvia. Dejó que las palabras se deslizaran por su cabeza, casi sin registrarlas. Lo que pasa es que hoy, qué sé yo, me parece que en cualquier momento me voy a dormir. ¿Un estado de alerta dentro del sueño? Tal vez motivado por el chasquido de las primeras gotas.

-¿Le digo una cosa? Hoy, si no tenía una buena compañía que me charlase, ni me animaba a salir.

Ella no abrió los ojos. Dijo con sequedad:

-No sé si soy una buena compañía.

La rabia casi había conseguido desvelarla pero no iba a darle al hombre el gusto de conversar: fingió que se dormía. En seguida oyó la lluvia como una demolición. Durante unos minutos fue todo lo que oyó y poco a poco se fue quedando realmente dormida.

-Por favor, hábleme.

Las palabras entraron en el sueño como un grito. La señora Eloísa abrió con dificultad los ojos.

-Qué manera de llover -dijo .

-Terrible - dijo el hombre.

Ahora otra vez le tocaba a ella.

-¿Le gusta la lluvia? - dijo.

-Poco - dijo el hombre.

Sin duda él no la ayudaba. Todo lo que pretendía era que hablase ella para no quedarse dormido. Casi nada.

-A mí me gusta, me gusta mucho - sospechó que por ese camino podía llegar a un punto muerto; se apuró a agregar: -Es decir, no así.- En un altillo, yo muerta de hambre, ¿pintora?, bailarina, y un hermoso hombre de barba amándome como nunca imaginó que se podía amar, y la lluvia sobre el techo de chapa. -No así - repitió con energía (debía darse tiempo para encontrarle otro rumbo a la conversación: el sueño la hacía meterse en callejones sin salida). Impulsivamente dijo: -Una vez escribí una composición sobre la lluvia -se rió-. Es decir, qué tonta, debo haber escrito muchas composiciones sobre la lluvia, es un tema tan vulgar.

Esperó. Luego de unos segundos el hombre dijo:

-No, no crea.

Pero no agregó nada más.

La señora Eloísa buscó con cuidado algo nuevo de qué hablar. Dijo:

-Me gustaba hacer composiciones -por fortuna empezaba a sentirse locuaz-. Tenía temperamento artístico, me dijo una vez una profesora. Originalidad. Esa composición que le digo, es raro que me haya acordado de golpe. Es decir, es raro que le haya dicho "una vez escribí una composición sobre la lluvia", no le parece, cuando en realidad escribí tantas -el secreto era hablar y no detenerse-, y que no tuviera ni idea de por qué lo dije cuando lo dije, y que ahora sí. Es decir, no sé si puede entenderlo, pero ahora estoy segura de que cuando le dije "una vez escribí una composición sobre la lluvia", quería decir la de los pordioseros y no otra.

Se detuvo, orgullosa de sí misma: había llevado la conversación a un punto interesante. Podía apostar que ahora el hombre iba a preguntarle: ¿Pordioseros? Eso sin duda facilitaría las cosas.

No, al hombre no parecía haberle llamado la atención. De cualquier modo, ella sin duda había dado con una buena veta porque ahora recordaba nítida toda la composición. Era lo esencial: un tema concreto, cosa de seguir hablando y hablando aun cuando estuviera un poco dormida. Dijo:

-Mire qué curioso, en esa composición yo decía que la lluvia era una bendición para los pordioseros, ¿cómo se me podía ocurrir una cosa así?

-Qué curioso -dijo el hombre.

La señora Eloísa se sintió alentada.

-Yo dentro de mí le daba una explicación bastante lógica. Decía que los pordioseros viven calcinándose al sol, en fin, se ve que me imaginaba que para ellos era siempre verano, bueno, se calcinaban al sol y entonces, cuando llegaba la lluvia, era como una bendición, la fiesta de los pordioseros, creo que decía.

Apoyó la cabeza en el respaldo como quien se premia. Azul 170 km, leyó a través del agua. Suspiró aliviada: había conseguido hablar un buen trecho, seguro que el hombre ya estaría despejado. Cerró los ojos y disfrutó de su propio silencio y de la amodorrante letanía del agua. Con ternura se fue dejando arrastrar hacia la concavidad del sueño.

-Hábleme.

Sonó imperioso y desesperado a la vez. Recordó al hombre y su cansancio, ¿es que tenía tanto sueño como ella? Mi Dios. Sin abrir los ojos trató de acordarse de qué había estado hablando antes de dormirse. La composición. ¿Qué más podía decir sobre la composición?

-Usted pensará que... -le costaba retomar el hilo-, es decir, la maestra pensaba que... -ahora le parecía vislumbrar otra punta del recuerdo. Dijo con firmeza:- Hizo un círculo rojo. La maestra. Hizo un círculo rojo alrededor de "bendición", y escribió con letras de imprenta una palabra que yo en ese tiempo desconocía: Incoherente -miró con desconfianza al hombre-. No era incoherente. Tal vez usted piense que era incoherente pero no lo era.

-No, por favor -dijo el hombre- ¿por qué iba a pensar eso?

-Sí, seguro que usted lo piensa porque yo misma me puedo dar cuenta de que parece incoherente pero hay cosas... -cosas, ¿qué?; ya no veía con tanta claridad como recién por qué eso no era incoherente. Igual debía seguir hablando de lo que fuera antes de que el hombre se lo ordenase-. Quiero decir que hay veces en que el calor es peor que... -Contra su voluntad miró el cartel indicador. Un error: saber con exactitud cuántos kilómetros más debería seguir hablando le produjo una sensación angustiosa, como de estar cayendo en un pozo inagotable-. Hay veces en que el calor es abrumador, sobre todo si... -Buscaba con pánico las palabras, ¿y si nunca más encontraba un tema de conversación? Durante un brevísimo instante tuvo que reprimir el deseo de abrir la puerta y arrojarse al camino. De golpe dijo: -Una vez vi una pordiosera -y se sorprendió de sus propias palabras porque la imagen no estaba en su memoria ni en ninguna parte: acababa de emerger de la nada, nítida bajo el calor sofocante de Buenos Aires: una mujer joven y desgreñada, un poco ausente entre los autos-. No sé si sería una pordiosera, es decir, no sé si esa es la manera adecuada de llamarla: era rubia, y muy joven, de eso me acuerdo bien, y si no hubiese estado tan despeinada y tan flaca y con esa cara de desaliento... Eso era lo peor, la cara, esa impresión que daba de que iba a seguir día tras día errando entre los autos como si nada en el mundo le importara.

Hizo una pausa y miró al hombre; él hizo un leve gesto de asentimiento con la cabeza, como autorizándola a seguir.

-Había autos, ¿le dije que había autos?, un embotellamiento o algo así. Yo estaba en Buenos Aires con mi marido y con mi... Perdón, me había olvidado de decirle que hacía un calor espantoso, si no sabe lo del calor no va a entender nada. El auto estaba atascado y el sol pegaba de frente así que yo saqué la cabeza por la ventanilla para respirar un poco. Entonces fue que la vi, mirándonos a todos con una indiferencia que daba miedo. Mi marido no la vio, es decir, no sé si la vio porque no me comentó nada, a él no le llaman la atención estas cosas. Estaba bien vestida, ¿se da cuenta de lo que le quiero decir?, una blusa y una pollera ajados y muy sucios, pero se notaba a la legua que eran buena ropa. Estaba ahí, entre los autos, y ni siquiera hacía el ademán de pedir, por eso no sé si está bien llamarla pordiosera. Era como si un buen día, así como andaba vestida, hubiese cerrado la puerta de su casa con todo lo que había adentro: el marido, las fuentecitas de plata, esas reuniones de imbéciles, todo lo que odiaba, ¿se da cuenta? El chico no, ahí tiene, ahí se da cuenta de que al chico en realidad no lo odiaba. Le resultaba pesado, simplemente, y más con ese calor. Pero odiarlo no lo odiaba. Al fin y al cabo se lo había traído con ella.

-Disculpe, me parece que me perdí -el hombre parecía más despierto ahora-. ¿Había un chico?

-Claro -dijo con fastidio la señora Eloísa-, ya le dije al principio que tenía un chico, si no dónde estaba lo terrible. La mujer estaba ahí, en medio de los autos, con el chico en brazos y mirándonos con esa cara de. Un bebé grande y muy rubio, rubio como la mujer, y gordo, demasiado gordo para cargarlo con ese calor, ¿entiende lo que le quiero decir? No me diga que sí, que entiende, yo sé que por más que se esfuerce no puede entenderlo. A usted le parece que sí, que lo entiende lo más bien, pero hay que cargar con una criatura cuando una está cansada y tiene calor para saber lo que es. Y eso que yo iba sentada, no como la mujer; sentada lo más cómoda en el auto. Pero igual sentía el peso sobre las piernas, y la pollera pegoteada, y encima mi beba que lloraba como si la estuvieran... -miró con desconfianza al hombre, que parecía a punto de decir algo. Ella no le dio tiempo-. Pero la mujer ni siquiera estaba sentada y a mí me parece que la espalda le debía estar doliendo una barbaridad. No tenía cara de dolor, tenía cara de indiferencia, pero yo igual me daba cuenta de que la criatura era demasiado pesada para ella.

Se quedó en silencio, un poco absorta. El hombre sacudía la cabeza. De pronto pareció haber descubierto algo que lo puso contento.

-Lo que es la vida, ¿no? -dijo-, seguro es la que se va a casar.

La señora Eloísa lo miró, perpleja.

-No entiendo lo que me quiere decir.

-Su beba, digo, se me ocurrió, esa nena llorona que llevaba en brazos -el hombre se rió bonachonamente-. Como pasan los años, seguro que ha de ser la que se le va a casar.

-Yo nunca dije eso -dijo ella con violencia.

-Perdón, no sé. Dijo que lloraba y entonces yo pensé...

-No, no me entendió, no lloraba. Yo dije muy claramente que pesaba mucho y que a la mujer le debía doler la espalda. Pero nunca dije que llorara. ¿Que iba a ponerse a llorar en cualquier momento? Eso se lo admito. No lo dije pero se lo admito: todos lloran. ¿Vio con qué desesperación lloran cuando una piensa que tienen todo lo que quieren y no se puede dar cuenta de lo que les pasa? Ese día hacía calor, un calor intolerable. Y el cielo era de un azul que lastimaba, un azul con el que una podría ser feliz si estuviera sola, o al lado de alguien muy -giró la cabeza hacia el hombre. Dijo con ira:- Si una no tuviera que cargar sobre la falda a un bebé que llora sin motivo -se pasó una mano por la frente como si estuviera espantando un insecto-. La mujer no hacía ningún gesto, seguía ahí parada con su aire de abandono, pero yo adiviné en seguida que estaba enfurecida. Quería tirar al chico, arrojarlo contra algo, pero no porque lo odiara. Quería tirarlo porque le pesaba mucho y hacía calor, ¿se da cuenta? No se puede soportar ese calor, y el peso, y el terror de que se pongan a llorar en cualquier momento.

Dijo y se puso a mirar la lluvia como si nunca hubiese hablado.

El hombre se movió en el asiento. Se aclaró la garganta.

-¿Y entonces qué pasó?

Ella se volvió hacia él con irritación.

-¿Cómo qué pasó? Eso pasó, ¿le parece poco? Una mujer muy cansada y con esa ropa tan linda, no sé, como si un buen día se hubiese dado cuenta de que estaba harta de todo. Entonces agarró al chico, cerró bien cerrada la puerta de su casa, y se fue. Así de simple. Ya sé que resulta difícil entenderlo pero así pasan las cosas. Una puede estar lo más tranquila corriendo una cortina o comiendo un bizcocho, y de pronto se da cuenta de que no da más. ¿Usted sabe lo que es una criatura que llora todo el día y toda la noche, todo el día y toda la noche? Una criatura es algo demasiado pesado para el cuerpo de una mujer. Después, con los otros, una se acostumbra o, ¿cómo decirle?, una se doblega tal vez. Pero con el primero es tan exasperante. Una resiste, no crea, una resiste y cada mañana se repite a sí misma que todo está bien, que tiene todo lo que una mujer puede soñar, que como la deben estar... No, si da vergüenza confesarlo, pero es la verdad, hasta eso se llega a pensar: En las otras, quiero decir, en como la deben estar envidiando las otras mujeres con este marido tan atento que tiene una, y esta casa tan confortable, y esta beba tan gordita. Cosas así puede una llegar a pensar para tranquilizarse. Pero un buen día, no sé, algo se suelta. La beba que no para de llorar, o el calor, no sé, una no puede acordarse bien de todas las cosas si después no la dejan hablar de eso, ¿no le parece? Que no, insistían con que no, que ellos sabían lo que había que decir, que yo igual estaba enferma y no era aconsejable que hablase... Armaron toda una historia, un accidente o algo así, creo, pero no sé si fue lo mejor. Si yo lo único que quería, lo único que necesitaba decirles era que no la odiaba, cómo la iba a odiar, la quería con toda mi alma, ¿usted por lo menos me entiende? Simplemente la estrellé contra el suelo porque lloraba y lloraba y me pesaba tanto, usted no puede imaginarse, me pesaba más de lo que mi cuerpo podía resistir.

Ahora estaba muy cansada y pensó que le faltarían las fuerzas, que sencillamente le faltarían las fuerzas para seguir hablando el resto del camino.

-Quiero bajarme -dijo.

El hombre frenó en silencio. Debía tener mucho apuro por alejarse porque solo la miró una vez, parada bajo la lluvia en la banquina, y arrancó en seguida. Ni siquiera le avisó que se olvidaba la valija de lagarto en el asiento de atrás. Mejor, esa valija era demasiado pesada para ella.

miércoles, 27 de febrero de 2013

La soledad del que escribe, por Marguerite Duras


“Alrededor de la persona que escribe libros siempre debe haber una separación de los demás. Es una soledad. Es la soledad del autor, la del escribir. Para empezar, uno se pregunta qué es ese silencio que lo rodea. Y prácticamente a cada paso que se da en una casa y a todas horas del día, bajo todas las luces, ya sean del exterior o de las lámparas encendidas durante el día. Esta soledad real del cuerpo se convierte en la, inviolable, del escribir. (…) La soledad no se encuentra, se hace. La soledad se hace sola. Porque decidí que era allí donde debía estar sola, donde estaría sola para escribir libros. Sucedió así. Estaba sola en casa. Me encerré en ella, también tenía miedo, claro. Y luego la amé. La casa, esta casa, se convirtió en la casa de la escritura. Mis libros salen de esta casa. También de esta luz, del jardín. De esta luz reflejada del estanque. He necesitado veinte años para escribir lo que acabo de decir. (...) Un escritor es algo extraño. Es una contradicción y también un sinsentido. Escribir también es no hablar. Es callarse. Es aullar sin ruido. Un escritor es algo que descansa, con frecuencia, escucha mucho. No habla mucho porque es imposible hablar a alguien de un libro que se está escribiendo. (…) Porque un libro es lo desconocido, es la noche, es cerrado, eso es.”

sábado, 23 de febrero de 2013

NOTAS SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR, por Clarice Lispector

Escribir es una maldición que salva. Es una maldición porque obliga y arrastra, como un vicio penoso del cual es imposible librarse. Y es una salvación porque salva el día que se vive y que nunca se entiende a menos que se escriba.

¿El proceso de escribir es difícil? Es como llamar difícil al modo extremadamente prolijo y natural con que es hecha una flor.

No puedo escribir mientras estoy ansiosa, porque hago todo lo posible para que las horas pasen. Escribir es prolongar el tiempo, dividirlo en partículas de segundos, dando a cada una de ellas una vida insustituible.

Escribir es usar la palabra como carnada, para pescar lo que no es palabra. Cuando esa no-palabra, la entrelínea, muerde la carnada, algo se escribió. Una vez que se pescó la entrelínea, con alivio se puede echar afuera la palabra.



martes, 19 de febrero de 2013

LITERATURA Y PROSTITUCIÓN


¿Cómo vivir? De cualquier modo que la creación no sea manoseada, bastardeada, abaratada: poniendo un tallercito mecánico, trabajando de empleado en un banco, vendiendo baratijas en la calle, asaltando un banco.

E. S.

martes, 10 de julio de 2012

¿POR QUÉ NO PUEDEN DECIRTE EL PORQUÉ?, JAMES PURDY



Paul no supo casi nada de su padre hasta que encontró la caja de fotografías en el desván. Desde aquel momento se dedicó a mirarlas de día y de noche, y cada vez que Ethel, su madre, ha­blaba por teléfono con Edith Gainesworm. Asombrado, con­templaba a su padre en las diferentes fases de su vida: prime­ro, como un niño de su edad, luego como un joven, finalmen­te, antes de morir, vestido con el uniforme del Ejército.
Ethel siempre se había referido a él como tu padre, y ahora las fotografías lo mostraban bajo un aspecto muy dis­tinto del que se había imaginado.
Ethel nunca habló con Paul acerca de por qué había ve­nido enfermo de la escuela, y al principio fingió no saber que había encontrado las fotografías. Pero le decía a Edith Gainesworth por teléfono todo lo que ella pensaba y sentía por él; y Paul escuchaba todas las conversaciones desde su escondite en la escalera de servicio, donde se sentaba para mirar las fotografías, que había trasladado de la vieja caja de zapatos donde las encontró a dos grandes y limpias cajas de bombones.
—Seguro que no conoces a un muchacho enfermo como él, que le dé por las fotografías —dijo Ethel a Edith Gaines­worm—. En vez de juguetes o pelotas, viejas fotografías. Y eso que apenas si le he contado nada acerca de su padre.
Edith Gainesworm, que estudiaba psicología en un cen­tro superior en la parte baja de la ciudad, a menudo daba consejos a Ethel con relación a Paul; pero aquella noche no dijo nada acerca de las fotografías.
—Todas las madres deberían tener una pensión —prosi­guió Ethel—¿No es terrible tener que estar todo el día de pie, atendiendo al público, y luego tener que cuidar por la noche a un niño enfermo? Mis noches son aún peores que mis días.
Estas conversaciones telefónicas siempre excitaban a Paul, porque eran las únicas ocasiones en que oía hablar de sí mismo y de las fotografías. Cuando sonaba el timbre del teléfono solía correr a la escalera de servicio y empezaba a mirar las fotografías, y luego, a medida de que la conversación se desarrollaba, con frecuencia iba corriendo al cuarto de en­frente, donde Ethel estaba hablando, a veces llevando consi­go una de las fotografías e imitando con la boca el ruido de un pájaro o un avión.
Dos meses habían transcurrido de este modo, sin que el niño fuera a la escuela, como si toda la vida se le pasara es­cuchando las charlas telefónicas de Ethel con Edith Gaines­worm y mirando las fotos de las cajas de bombones.
Una vez, a medianoche, Ethel echó de menos al niño. Se levantó de la cama sintiendo como una opresión en la ca­beza y el cuello; se dirigió a la cama de Paul y advirtió que no estaba la manta india. Llamó al niño y fue hasta la ven­tana, y miró hacia afuera. Sin cesar de llamarlo, se dirigió a ­la escalera.
—¡Dios mío! ¡Siempre me haz de causar alguna preocu­pación! —dijo—. ¿Dónde estás, Paul? —repitió con voz somno­lienta. Bajó hasta la cocina, aunque no creía posible que es­tuviera allí, porque el chico nunca comía nada.
Luego se dijo: "Naturalmente", al recordar cuántas veces iba a la escalera de servicio con aquellas fotografías.
—¿Qué estás haciendo aquí, Paul? —le preguntó, y su voz tenía un tono dulce pero amenazador que despertó al chico, que se había quedado dormido encima de las cajas y las fo­tografías, como protegiéndolas, con la manta echada sobre la espalda y los hombros.
Paul se aferró a las cajas casi con vehemencia cuando vio a aquella mujer pálida y fea que se arrebujaba en su bata de hombre y lo estaba mirando. Hubo un ligero olor a cisterna destapada cuando ella terminó de ponerse la bata.
—Pues aquí, Ethel —contestó el niño al cabo de un rato.
—¿Qué quieres decir con eso de "pues aquí", Paul? —pre­guntó ella acercándose.
Lo tomó por el pelo y le dio unos suaves tirones, esa era la forma en que solía acariciar al niño. Estos leves tirones hicieron que temblase con cortas y sucesivas sacudidas bajo la mano de Ethel, hasta que al fin lo soltó.
Paul observó cómo su madre se quedaba contemplando las cajas de fotografías que él custodiaba.
—¿Duermes aquí para estar cerca de ellas? —le preguntó.
—No lo sé, Ethel —respondió Paul, emitiendo soplidos como si quisiera hacer desaparecer algo que tenía delante.
—No lo sabes, Paul —dijo ella con su voz dulzona y desa­gradable, acercándose más al niño, con ese olor rancio de su bata.           
—¡No, eso no! —exclamó Paul.
—¿Eso no, qué? —dijo Ethel, agarrándolo por las solapas del pijama.
—¡No me hagas nada, Ethel! ¡Me duelen los ojos!
—Te duelen los ojos —dijo ella con tono de incredulidad.
—También me duele el estómago.
Inclinándose de pronto, Ethel recogió del suelo las dos cajas con fotografías y las retuvo entre sus brazos, enfunda­dos en las amplias mangas de la bata.
—¡Ethel! —gritó el niño con la voz más fuerte y clara que ella le hubiese escuchado—. ¡Ethel! ¡Esas son mis cajas de bombones!
Ethel lo miró como si fuera la primera vez que lo veía, advirtiendo con sorpresa que estaba muy delgado y huesudo y que tenía un lunar muy feo en su demacrada garganta. No podía comprender que ese fuera su hijo.
—Son estas cajas de fotografías las que te ponen enfermo.
—¡No, no, mamá Ethel! —gritó Paul.
—¿No te acuerdas de que te dije que no me llamaras ma­má? —dijo la mujer avanzando hacia él y poniéndole la ma­no en la frente.
—Te he llamado mamá Ethel, no mamá —respondió el niño.
—Supongo que creerás que tengo mil años de edad —re­puso Ethel, levantando la mano como si no supiera qué ha­cer con ella.
—Creo que ya sé qué hacer con esto —prosiguió, con cal­ma fingida.
—¡No, Ethel! —dijo Paul— ¡Devuélvemelas! ¡Son mis cajas!
—Dime por qué has venido a dormir aquí, sabiendo que en este sitio te podrías empeorar. Quiero que me lo digas.
—¡No puedo, Ethel! ¡No puedo! —respondió Paul.
—Entonces voy a quemar las fotografías —contestó Ethell.
El niño se arrojó a los pies de ella y le abrazó las piernas.
—iEthel! ¡Por favor! ¡No te las lleves! ¡Por favor, Ethel!
—¡No me toques! —dijo la mujer.
Sus nervios estaban alterados, creía que si el ni­ño volvía a tocarla, se sobresaltaría como si un ratón se hu­biera metido debajo de sus ropas.
—Ponte de pie y cuéntame como un hombrecito, por qué estás aquí —dijo ella; pero mantuvo los ojos medio ce­rrados y la vista apartada del niño.
Él movió los labios como para hablar, pero en realidad no comprendió lo que ella quería decir con la palabra hom­brecito. Esta palabra le molestaba cada vez que la oía.
—¿Qué estás haciendo con las fotografías todo el tiempo, durante el día cuando estoy fuera de casa, y ahora, por la no­che? Nunca había oído hablar de una cosa así.
Entonces se apartó de él, de modo que las manos del ni­ño soltaron las piernas de ella, que había tenido abrazadas; pero permaneció unos instantes cerca de las manos de Paul, como si no supiera qué tenía que hacer a continuación.
—Sólo las miro, Ethel —dijo al fin el niño.
—No digas mentiras —dijo ella, mirándolo a la cara y luego:
—¡Quiero la verdad! —gritó.
Paul se echó a llorar y gimió, pensando qué podía que­rer su madre que le dijera; ahora había empezado a perder la noción de todo, y ni siquiera comprendía qué se esperaba de él. Era insoportable.
—¿Me oyes, Paul? —dijo ella entre dientes, muy cerca de él ahora, y mirándolo con tanta furia que Paul tuvo que ce­rrar los ojos—. ¿Sabes lo que voy a hacer si no me contestas?
—¿Me castigarás? —preguntó Paul con un hilito de voz.
—No, esta vez no voy a castigarte —dijo Ethel.
—¡No vas a castigarme! —exclamó el niño, y un nuevo te­mor y una nueva sorpresa asomaban ahora en sus ojos can­sados. Luego, mirándola fijamente a los ojos se echó a llorar con terror; porque le pareció que en todo el mundo sólo existían ellos dos, él y Ethel.
—Recuerdas adónde enviaron a tía Grace ¿verdad? —dijo Ethel con una voz terrible.
Él lloró con más furia, salpicando con saliva la pared. Se quedó mirando el final de la escalera como buscando un lu­gar a dónde escapar.
—Recuerdas adónde la enviaron, ¿no? —insistió Ethel con voz tranquila y paciente, como la de una mujer que ha reci­bido un trato irrespetuoso de parte de un hijo al que, a pesar de todo, aún sigue queriendo.
—¡Sí, sí, Ethel! —gritó Paul histéricamente.
—Dile a Ethel adónde enviaron a tía Grace —dijo ella en el mismo tono paciente y cariñoso.
—Yo no sabía que también enviaban niños allá —dijo Paul.
—Tú ahora eres algo más que un niño —respondió Et­hel—, ya tienes edad suficiente para que... Y si no le dices a Ethel por qué estás mirando todo el tiempo las fotografías, tendremos que enviarte al manicomio, con las rejas.
—No sé por qué las miro, querida Ethel —dijo ahora el ni­ño con voz débil, pero con extrema tensión, y se puso a aca­riciar el forro de piel de las zapatillas de ella.
—Creo que sí lo sabes, Paul —dijo ella con voz tranquila; pero el niño pudo percibir cómo iba desapareciendo su to­no amable y paciente, y levantó a medias las manos como para protegerse de algo que aquella mujer pudiera hacerle.
—Pero no sé por qué las miro —repitió, gimoteando y de pronto volvió a abrazarle las piernas.
Ethel dio un paso atrás, pero conservando aún su sonri­sa paciente y comprensiva, de perdón.
—Muy bien —Paul.
Cada vez que decía "Muy bien, Paul", era para dar a en­tender con ello que daba por terminada una discusión.
—¿Adónde vamos? —gritó Paul, mientras ella lo llevaba hacia la cocina.
—Al sótano, por supuesto —respondió Ethel.
Nunca antes habían ido juntos al sótano, y el terror de lo que podía sucederle allá le dio una especie de apacigua­miento que le permitió bajar con paso firme los irregulares peldaños.
—Lleva tú las cajas con las fotografías, Paul —le dijo ella—, ya que te gustan tanto.
—¡No, no! —gritó Paul.
—¡Llévalas! —ordenó ella, dándole las cajas.
Él las sujetó contra su cuerpo, y cuando llegaron al só­tano, la mujer abrió la puerta del horno y, apretándose el cinturón de la bata, le dijo fríamente, su cara blanca ilumi­nada por las llamas:
—Tira las fotografías ahí dentro, Paul.
Él se la quedó mirando, como si ahora resultaran ciertas todas las pesadillas, como si al fin el terror completo y defi­nitivo de lo que puede sucederle a uno en la vida se hubiera desplegado ante su vista.
—¡Son de papá! —exclamó con una voz que ninguno de los dos reconoció.
—Tú lo has querido —dijo ella fríamente—. Prefieres un hombre muerto a tu propia madre. O echas las fotografías al fuego, puesto que son ellas las que te ponen enfermo, o ten­drás que ir al lugar al que enviaron a tía Grace.
Él ahora empezó a correr por el cuarto como un pajari­to que se ha escapado de la tienda en donde lo vendían y ha ido a parar en medio de la confusión de una calle de la ciu­dad, y con la boca emitía extraños sonidos que Ethel, no po­día creer que salieran de sus pulmones.
—No creas que voy a tener paciencia para tus payasadas —gritó; pero sus palabras se perdieron como si lo hiciera en un cuarto vacío.
Mientras corría alrededor del pequeño cuarto, con las ca­jas de fotografías apretadas contra su pecho, algunas de las fotos cayeron al suelo. Él se detuvo para recogerlas, mientras seguía apretando convulsivamente las cajas y emitía peque­ños gritos de impotencia y dolor agudo.
Ethel lo miraba sin dar crédito a sus ojos. Ahora no só­lo no le parecía hijo suyo, sino que ni siquiera parecía ya un niño; al contrario, con su pijama roto y sin zurcir, parecía un animal lisiado y moribundo que corriera desesperadamente tratando de huir de su propio dolor.
—¡Dame esas fotografías! —gritó ella. Le arrebató algunas que él tenía en las manos, y las arrojó rápidamente al fuego.
Después se dio vuelta y fue a tomar las cajas que él sos­tenía.
Pero la escena que vio hizo que se detuviera. Él se había encogido, agachado en el suelo, y apretando las cajas contra su estómago, emitió una especie de silbido hacia la mujer, de modo que ella no tuvo la posibilidad de acercarse ni de lle­várselo de allí, mientras de la boca del niño salía una sustan­cia espesa, fibrosa y de color negruzco, como si estuviera vo­mitando su corazón cargado de amargura.

sábado, 19 de mayo de 2012

Jorge Leonidas Escudero: ATISBOS


   "Atisbos" es el nuevo libro de poesía de Jorge Leonidas Escudero. Fue presentado el 18 de mayo en el Aula Magna de la Facultad de Filosofía Humanidades y Artes de San Juan.


Ante la inmensidad

Fue alguna de esas noches en que miraba cielo
en lejanías sobre campo oscuro y vi
cruzárseme un relámpago lejano. Fue tal
como ver chispear una idea
en el umbral de otro mundo.

Es como si en el fondo del desierto hubiera
querido hacerse luz una verdad pero
pasó fugaz y quedé a oscuras.

Parece que la inmensidad
quiere decirme un secreto y al ver
que todavía falta mucho en mí
queda muda.


Tal cual

 Me veo en esa foto jovencito
en campo de San Juan, estoy sentao
en un carro sin ruedas. Parece
que me siento feliz.

Me cuelga de la boca provocativamente
un cigarrillo que dice mírenlo a este,
se hace el triunfador y veremos después
qué va a pasar con él.

Joven amigo,
me da alegría verte y que hayas venido
a visitarme. Ya sé,
quisieras saber qué hago hoy, y sí,
anduve tras el rastro de algo maravilloso
pero igual que vos
me quedé sentao en un carro sin ruedas.


Polinización

Es que miré a una flor de mi huerto,
muy bonita,
y ella también se quedó mirándome
como a decirme
que necesitaba algo de mí.
Sí, como pidiéndome que libara en ella.
¿Me confundiría con una abeja? Y claro,
yo no podía
ser vehículo de polinización
para quesa flor llegara a ser fruto.

De modo que al no poder satisfacerla
desvié la vista de tal hermosura
y me fui algo triste
porque claro,
para satisfacer a tal belleza
no me alcanza, soy menos que un insecto.


                            Jorge Leonidas Escudero, de su libro “Atisbos”, 2012.





Juicios Críticos sobre Jorge Leonidas Escudero



“La síntesis surge espontánea, viene de una auténtica necesidad y nos descubre la realidad telúrica en facetas inéditas (...) Su profunda regionalidad, raíz en la roca, universaliza su terruño y lo lleva al concierto de lo descubierto, lo hace adquirir vivencia y permanencia con la magia de la palabra”
                                     Rufino Martínez, escritor sanjuanino, en Prólogo a “La raíz en la roca”, 1970.


“Mi hermano Jorge Leonidas siempre pensó que le faltaba algo esencial y corría a buscarlo. Quería comunicarse con los pájaros. Quería encontrar montones de oro. Aún hoy apuesta todo a una carta y se queda confuso cuando pierde. Esto también le ocurre muchas veces cuando ama. Quiere afirmarse y le da por escribir versos. Busca un absoluto, la felicidad. En algunos poemas aparecen matices de humor y en otros chispazos de ironía (...) Para él no hay límites entre palabras aceptadas o no por las academias, las toma en definitiva como medios para liberar tensiones y llega, en la expresión de sentimientos que rebasan límites, a cierto balbuceo e incluso aspira al ademán. Esto porque el poeta trata de interpretar intuiciones, algo sin nombre, y se duele del bagaje con que cuenta.”
         María Margarita Escudero, hermana del poeta, docente de Letras, en Prólogo a  “Jugado”, 1992.


“He aquí un estilo consumado. Todo poeta verdadero es un estilo, por ello, inimitable. (...) Jorge Leonidas Escudero rescata el habla típica sanjuanina, privilegiando lo sonoro, tal como se oye, sin caer en clisés gauchescos; y, desde la sonoridad de las palabras tal como las dice y piensa emotivamente, llega a establecer un habla propia, individual, que funciona como código universal (...) El toque irónico, la sutileza, el fino sentido del humor domina, en primer plano, la gigantesca mueca que dibuja el trágico batallar de lo viviente entrampado en el juego circular a que empuja el deseo, camino inevitable hacia el dolor y la frustración (...) La enseñanza vital de este ‘Lama de Los Andes’ consiste en dejar entrar el ‘vientecillo irónico’ de la realidad para probar la risa jocosa (comprensiva) del que sabe. Se trata de una risa fruto de lo serio. Es una risa seria la del Buda”
                    María Reyna Domínguez, poeta sanjuanina,  en Prólogo a “Caballazo a la sombra”, 1998.


“Puede definirse el estilo de Escudero como tendencia rapsódica identificada como oralidad, en tanto principio axial de la poética del autor. La oralidad se conjuga con la escritura, en procedimiento retórico destinado a rescatar la tradición oral como cultura, recuperando la identidad de la comarca cuyana como parte de lo andino. Además, adopta la forma de un encuentro dialógico imitando la comunicación cara a cara, y asume la clase de mentalidad que caracteriza a sociedades que se basan en la comunicación oral. Sin embargo, es precisamente la escritura la que posibilita la ilusión de realidad que emula el gesto, el ademán y el dinamismo fluyente de la vida inacabada. Como una conversación.”

            Beatriz Mosert, docente e investigadora de la Universidad Nacional de San Juan, en su Tesis de Doctorado:“Las Fronteras de la Literatura Argentina en la Región de Cuyo – El habla poética de Jorge Leonidas Escudero”, 2005


“Jorge Leonidas Escudero nos presenta siempre la imagen del que busca. Ya sean recuerdos, detalles de la sensación, circunstancias naturales, voces o cualquier otro ademán de la vida, es constante su referencia a lo posible, y hasta lo apartado y lo oculto. Sus poemas, por tanto, semejan mapas; y su obra puede percibirse como una cartografía de lo que se pudiera alcanzar o, vista ya como cosa escrita, una bitácora del indescifrable transcurrir humano (...) Si pensáramos en tres palabras que condensaran la obra vasta de este poeta, yo anotaría las siguientes: magia, imaginación, trascendencia”

         Benjamín Valdivia, prologuista y seleccionador en “Le dije y me dijo – Antología poética de Jorge Leonidas Escudero”, publicado por Azafrán y Cinabrio Ediciones, México, 2006.


“En la voz y en la escritura de Jorge Leonidas Escudero se parió una nueva poesía, en constante búsqueda vital, montaraz, indómita, que desafía el estatus de la escritura poética. No se alinea (no se aliena) con escuelas, modas, cánones, especulaciones de figuración, que son rejas a la esencia libertaria de la poesía.
Así ha sendereado Escudero sus búsquedas por la montaña, detrás del ansiado tesoro que nunca apareció - habiendo estado tan cerca -, sus búsquedas por el juego, apostando azarosamente entre números y esperando que un crupier cante finalmente la cifra que será la llave de la fortuna, que nunca apareció - habiendo estado tan cerca - ; sus búsquedas por el amor y esa mujer puesta en horizonte lejano, una mujer y todas a la vez, detrás de tan idealizado amor que nunca llegó - habiendo estado tan cerca - ... Y esta búsqueda inclaudicable  tras la palabra única, en pos de poder decir lo justo y necesario a través del generoso pero nunca suficiente universo discursivo de la Poesía, persiguiendo el poema final, el que diga Todo lo deseado en pocas líneas, el que se parezca mejor a la piedra filosofal, al número perfecto, al amor total, a todo el oro buscado a lomo de mula y golpe de pico en las vetas prometedoras de la montaña”

                  Ricardo Luis Trombino, poeta sanjuanino, docente e investigador de la Universidad Nacional de San Juan, en su Tesis de Maestría: “Jorge Leonidas Escudero: una poética de las búsquedas – La regionalidad como base identitaria de la universalidad”, 2007.