lunes, 16 de enero de 2012

FIN DE CURSO- Mariana Enríquez



Nunca le habíamos prestado demasiado atención porque era una de esas chicas que hablan poco, que no parecen demasiado inteligentes ni demasiado tontas, y que tienen ese tipo de caras olvidables, esas caras que, aunque una las vea todos los días en el mismo lugar, es posible que no las reconozca en un ámbito distinto y, mucho menos, pueda ponerles un nombre. Lo único que la diferenciaba era que se vestía mal, feo, pero no solamente eso: la ropa que usaba parecía elegida para ocultar su cuerpo. Dos o tres talles más grande, camisas cerradas hasta el último botón, pantalones que no dejaban adivinar sus formas. Sólo la ropa hacía que nos fijáramos en ella, apenas para comentar su mal gusto o dictaminar que se vestía como una vieja. Se llamaba Marcela. Podía haberse llamado Mónica, Laura, María José, Patricia, cualquiera de esos nombres olvidables, intercambiables, que suelen tener las chicas en las que nadie se fija. Era mala alumna, pero rara vez recibía la desaprobación de los profesores. Faltaba mucho, pero nadie comentaba su ausencia. No sabíamos si tenía plata, de qué trabajaban los padres, en qué barrio vivía.
No nos importaba.
Hasta que, en la clase de Historia, alguien dio un pequeño grito asqueado ¿Fue Guada? Parecía la voz de Guada, que además se sentaba cerca. Mientras la profesora explicaba la batalla de Caseros, Marcela se arrancó las uñas de la mano izquierda. Con los dientes. Como si fueran uñas postizas. Los dedos sangraban pero ella no demostraba ningún dolor. Algunas chicas vomitaron. La de Historia llamó a la preceptora, que se llevó a Marcela; faltó durante una semana, y nadie nos explicó nada. Cuando Marcela volvió, había pasado de chica ignorada a chica famosa. Algunas le tenían miedo, otras querían hacerse amigas. Lo que había hecho era lo más extraño que nosotras hubiéramos visto. Algunos padres querían llamar a una reunión, para tratar el caso, porque no estaban seguros de que fuera recomendable que nosotras siguiéramos en contacto con una chica “desequilibrada”. Pero lo arreglaron de alguna manera. Faltaba poco para que se terminara el año: para que termináramos la secundaria. Los padres de Marcela aseguraron que ella estaría bien, que ya tomaba medicación, que estaba contenida. Los otros padres les creyeron. Los míos apenas prestaron atención: lo único que les importaba eran mis notas, y yo seguía siendo la mejor alumna, como cada año.
Marcela estuvo bien durante un tiempo. Volvió con los dedos vendados, al principio con gasa blanca, después con curitas. No parecía recordar el episodio de las uñas arrancadas. No se hizo amiga de las chicas que se le acercaron. En el baño, las pocas que querían ser amigas de Marcela nos contaban que no se podía, que ella no hablaba, que las escuchaba pero nunca respondía, y se las quedaba mirando tan fijo que, al final, también les dio miedo.
Fue en el baño, justamente, donde todo empezó de verdad. Marcela estaba mirándose fijamente al espejo, en la única parte donde realmente podía hacerlo, porque el resto estaba descascarado, sucio, o tenía declaraciones de amor imbéciles, o insultos de alguna pelea entre dos chicas rabiosas escritas con fibra o lápiz labial. Yo estaba con mi amiga Agustina: tratábamos de resolver una discusión que habíamos tenido más temprano. Parecía una discusión importante. Hasta que Marcela sacó de algún lado (el bolsillo, probablemente), una gillete. Con rapidez exacta se cortó un prolijo tajo en la mejilla. La sangre tardó en brotar, pero cuando lo hizo fue casi a chorros, y le empapó el cuello y la camisa abotonada, como de monja, o de prolijo varón.
Ninguna de las dos hizo nada. Marcela se seguía mirando al espejo, estudiando la herida, sin un gesto de dolor. Eso fue lo que más me impresionó: no le había dolido, estaba claro, ni siquiera había fruncido el ceño, o cerrado los ojos. Recién reaccionamos cuando una chica que estaba haciendo pis abrió la puerta y dio un pequeño grito y trató de detener la sangre con un pañuelo. Mi amiga parecía a punto de llorar. Yo miraba y me temblaban las rodillas: la sonrisa de Marcela, que seguía mirándose mientras se apretaba la cara con el pañuelo, era hermosa. Su cara era hermosa. Le ofrecí a Marcela acompañarla hasta su casa, o hasta una salita para que la cosieran o algo. Ella pareció reaccionar y dijo que no con la cabeza, que se tomaba un taxi. Le preguntamos si tenía plata. Dijo que sí y volvió a sonreír. Una sonrisa que podía enamorar a cualquiera. Durante una semana faltó otra vez. La escuela entera sabía del incidente: no se hablaba de otra cosa. Cuando volvió, todos trataban de no mirar la venda que le cubría mitad de la cara, y nadie lo conseguía.
Ahora yo trataba de sentarme cerca de ella en las clases. Lo único que quería era que me hablara, que me explicara. Quería visitarla en su casa. Quería saber todo. Alguien me había dicho que se hablaba de internarla. Me imaginaba el hospital con una fuente en el patio, no me imaginaba un instituto para enfermos mentales sórdido y sucio y triste, me imaginaba una hermosa clínica llena de mujeres con la mirada perdida. Sentada a su lado vi, como todos los demás pero de cerca, lo que le estaba pasando. Todas lo veíamos, asustadas, maravilladas. Empezó con sus temblores, que no eran tanto temblores como sobresaltos. Sacudía las manos en el aire como si espantara algo invisible, o como si intentara que algo no la golpeara. Más adelante empezó a taparse los ojos mientras decía que no con la cabeza. Los profesores lo veían pero trataban de ignorarlo. Nosotras también. Era fascinante. Ella se derrumbaba en público sin pudores y a nosotras nos daba vergüenza.
Empezó a arrancarse el pelo poco después, el de la parte de delante de la cabeza. Se iban formando mechones enteros, de a poco, sobre su banco, montoncitos de pelo lacio y rubio. A la semana empezó a adivinarse el cuero cabelludo, rosado y brillante.
Yo estaba sentada a su lado el día que salió corriendo de una clase. Todos la miraron irse pero yo por algún motivo la seguí. Al rato noté que detrás mío venía mi amiga Agustina y la que la había auxiliado en el baño la otra vez, que a esta altura sabíamos que se llamaba Tere, y era del otro quinto. A lo mejor nos sentíamos responsables. Creo que en realidad queríamos ver qué iba a hacer, cómo iba a terminar todo esto.
La encontramos en el baño otra vez, que estaba vacío. Gritaba y lloraba como en un berrinche infantil. La venda se le había caído y pudimos ver los puntos de la herida. Señalaba uno de los inodoros y gritaba “andate dejame andate basta”. Había algo en el ambiente, demasiada luz y el aire apestaba más de lo habitual a sangre, pis y desinfectante. Yo le hablé.
–¿Qué pasa, Marcela?
–¿No lo ves?
–¿A quién?
–A él. ¡A él! ¡Ahí en el inodoro, no lo ves!
Me miraba ansiosa y asustada, pero no desorientada: estaba viendo algo. Pero no había nada sobre el inodoro, salvo la tapa destartalada y la cadena, que estaba demasiado quieta, anormalmente quieta.
–No no veo nada, no hay nada –le dije.
Desconcertada por un momento, me agarró del brazo. Nunca antes me había tocado. Miré su mano: todavía no le habían crecido las uñas, o a lo mejor se comía lo poco que crecía. Se veían sólo las cutículas, ensangrentadas.
–¿No? ¿No? –y mirando el inodoro otra vez–, sí que está. Está ahí. Hablale decile algo.
Por un momento tuve miedo de que la cadena empezara a balancearse de izquierda a derecha como un péndulo del infierno, pero seguía quieta. Marcela parecía escuchar, mirando atentamente el inodoro. Noté que casi no le quedaban pestañas, tampoco. Se las había estado arrancando. Pronto empezaría con las cejas, imaginé.
–¿No lo escuchás?
–No.
–¡Pero te dijo algo!
–Qué dijo, contame.
En este punto, Agustina se metió en la conversación diciéndome que dejara en paz a Marcela, preguntándome si estaba loca, no ves que no hay nada, no le sigas el juego, me da miedo llamemos a alguien. Pero fue interrumpida por Marcela que le aulló CALLATE PUTA DE MIERDA. Tere murmuró que era too much –Tere era bastante cheta– y se fue a buscar al alguien. Yo traté de controlar la situación.
–No les des bola a estas pelotudas, Marcela, ¿qué dice?
–Que no se va a ir. Que es de verdad. Que me va a seguir obligando a hacer cosas. Que no le puedo decir que no.
–¿Cómo es?
–Es un hombre pero tiene un vestido de comunión. Tiene los brazos para atrás. Siempre se ríe. Parece chino pero es enano. Tiene el pelo engominado. Y me obliga.
–¿Te obliga a qué?
Cuando Tere llegó con una profesora más o menos piola a la que había convencido de entrar al baño (después nos dijo que en la puerta se habían juntado como diez personas, que escuchaban todo haciéndose shhh entre ellos), Marcela estaba a punto de mostrarnos qué la obligaba a hacer el engominado. Pero la aparición de la profesora la confundió. Se sentó en el piso, con los ojos sin pestañas que no parpadeaban mientras decía que no.
Marcela nunca volvió a la escuela.
Pero yo decidí visitarla. No fue difícil conseguir su dirección. Aunque su casa quedaba en un barrio al que nunca había ido, me resultó fácil llegar. Toqué el timbre temblando: en el colectivo había preparado la explicación de mi visita que iba a darle a sus padres, pero ahora me parecía estúpida, ridícula.
Me quedé muda cuando Marcela abrió la puerta, no solamente por la sorpresa de que atendiera –la había imaginado en cama, drogada– sino porque se la veía muy distinta, con una gorra de lana que le cubría la cabeza seguramente ya casi pelada, un jean y un pullover de tamaño normal. Salvo por las pestañas, que no habían crecido, parecía una chica normal.
No me invitó a pasar. Cerró la puerta y quedamos las dos en la calle. Hacía frío, pero a ella no le importaba.
–No tendrías que haber venido –me dijo.
–Quiero saber.
–¿Qué querés saber? No vuelvo más a la escuela, se terminó, olvidate de todo.
–Quiero saber qué te obliga a hacer él.
Marcela me miró y olfateó el aire a mi alrededor. Después desvió los ojos hacia la ventana. Las cortinas se habían movido apenas. Volvió a entrar a su casa, y antes de cerrar de un portazo, dijo:
–Ya te vas a enterar. Él mismo te lo va contar algún día. Te lo va a pedir, creo. Pronto.
A la vuelta, sentada en el colectivo, sentí cómo palpitaba la herida que me había hecho en el muslo con una trincheta, bajo las sábanas, la noche anterior. No dolía. Me masajeé la pierna con suavidad pero con la suficiente fuerza como para que la sangre, al brotar, dibujara un fino trazo húmedo sobre mis jeans celestes.



Mariana Enriquez nació en 1973 en Buenos Aires. Es licenciada en Periodismo y Comunicación Social por la Universidad Nacional de La Plata y trabaja en el suplemento Radar de Página/12. Publicó dos novelas, Bajar es lo peor (Espasa Calpe, 1995) y Cómo desaparecer completamente (Emecé, 2004) y un libro de relatos, Los peligros de fumar en la cama, 2009. Varios de sus cuentos aparecieron en antologías de narrativa argentina y sudamericana.